Red
Mi primer día de clase. Estoy disimuladamente tras uno de los árboles del patio del insti. Creo que son plataneros, aunque no son comunes aquí. Estaba observando a mi nueva presa. Al parecer es una de las primeras personas que llegan aquí por la mañana y hasta tiene amigos, quién lo diría. Estoy aquí escondido porque antes de entrar quiero asegurarme de perder su cabeza pelirroja del pasillo. No me gustaría volver a verla antes de que me haga con una orden de alejamiento. Porque con la mala hostia que ya me demostró que tenía, después de aquello último… Agh. Me dan náuseas solo de mencionarlo. De nada, por cierto, K. Te ahorraste bastantes problemas el sábado, seguro. ¿Qué puedo decir? Es otro de mis deberes como ser humano perfecto: mostrar consideración, que es la demostración de la empatía. Aunque también le agradezco a tu madre su perspicacia. Buscar primero en el pueblo era la decisión más lógica y correcta. A menos que te planteases que podría seguir en tu propiedad privada. ¡Ja! Menos mal que me gané antes a la perra y no ladró cuando me vio escondiéndome entre unos arbustos.
Me dan ganas de reír, pero me contengo, ya que sigo rodeado de otros niños.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Lo del sábado. Pues eso, que lidiar con los adultos es un rollo. Sobre todo cuando estás falsamente herido, ya tienes una invalidez de por vida, y resulta ser la madre de la niña que te cae de pena. En fin. Admito que lo del tobillo fue una trola. Una de mis más admirables actuaciones, sin duda. La anotaré y recordaré por siempre en mi diario mental.
Dejando las bromas de lado, será mejor que ya me vaya metiendo en mi clase de forma sigilosa. Será el último lugar donde me la encuentre, ya que no estamos en el mismo curso.
Salgo con naturalidad de mi escondrijo, que realmente solo me ocultaba del edificio de clases, y camino despreocupadamente. Un paso, dos, tres… Con firmeza, sin ir encorvado. Ya soy bastante bajo, preferiría no serlo más. Y así sigo hasta que algo me detiene.
En el suelo, ante mis pies, hay un teléfono móvil moderno, un Smartphone.
Interesante, ¿verdad? ¿Qué se debería hacer en esta situación? ¿Cogerlo para devolverlo? Pero para eso tendrías que encenderlo y cotillear para encontrar algo dentro que defina a su dueño o dueña. ¿Recogerlo para llevártelo y actuar como si fuera tuyo? Podrías sacarle la tarjeta, resetearlo y venderlo por ahí. Es muy poco probable que el de la tienda te pregunte de dónde has sacado esos 200 dólares que quieres invertir en otra cosa.
Sonrío.
La tentación es tan bonita. Muchos caen en ella y se arruinan. Otros muchos la vencen y se arrepienten de por vida. ¿Que de qué lado estoy yo? Del de la ignorancia.
Esquivo el dispositivo tranquilamente, pasando por encima de él sin pisarlo. Entonces, cuando quiero echarle un último vistazo por encima del hombro, me choco contra alguien de frente.
—Lo siento. Ah, por casualidad, ¿no habrás visto un móvil negro por el suelo?
Es el rubio rarito que antes se fue con la pelirroja.
¿Es mi deber como ciudadano contestar a su amable pregunta? La respuesta es no.
Ignoro su presencia y hago ademán de continuar hacia donde iba.
—Ah, ahí está.
¿Ves? No necesitas mi ayuda, chico raro. Ese es tu móvil, y esta es mi vida.
Me giro para dirigirle un imperceptible «Hasta nunca», creyendo que está de espaldas.
No obstante, me lo encuentro a unos palmos de mi cara.
—En realidad eres un buen tío.
—¿Mm?
Me ahorro el «¿Tú qué sabrás de mí?». Y no retrocedo. Normalmente, si alguien se te planta tan cerca das un paso hacia atrás para recuperar tu espacio personal. Pero yo ya no tengo de eso.
Mantengo el cuello inclinado hacia atrás. Es mucho más alto que yo.
—¿Metro setenta y cinco? —gesticulo sin abrir la boca.
—Ochenta —me contesta.
Me contesta… ¿Me ha contestado? ¿En serio?
—¿Me vas a seguir la corriente?
Mis manos han sido lo más rápidas que han podido. Solo otra persona sorda podría llevarme el ritmo.
O eso creía.
—Si alguien se equivoca sobre algo que te incumbe, ¿no lo corregirías?
—Pues sí. Saluda a Satán, insignificante humano, es a quien tienes delante.
Lo he dicho serio y sin sonreír, pero por algún motivo, se lo toma a broma y ríe.
—No lo dejé caer aposta —¿Por fin seguirás con el rollo del móvil? ¿Y encima usando también la voz?—. Pero desde la puerta vi que lo encontraste y no lo robaste.
Estás fatal. Si yo hubiera visto mi móvil y a una persona acercándose peligrosamente hacia él, no me lo pensaría dos veces e iría a recuperarlo.
Se queda esperando una reacción por mi parte, que nunca va a llegar.
—¿Eres nuevo?
¿Quién eres tú y quién te crees para meterte en mis asuntos?
Antes de tener que cortar la conversación con un comentario ofensivo, suena una sirena, estridente supongo; porque él se tapa un oído y arruga su expresión facial.
—Eso es que debemos entrar.
Joder. Ahora no podré apagar mis audífonos en los cambios de hora.
—Que vivas una penosa vida, osada jirafa —me despido en voz alta mientras me meto las manos en los bolsillos de la chaqueta, y echo a andar.
Yo pasé tres kilos de él, pero me apuesto uno de sus riñones a que me devolvió el «adiós» entre algo intermedio al asombro y la risa.
Kaimi
Ya es el cambio de hora. Mis compañeros están de pie o en sus sitios. Conversando, en silencio, gritando, susurrando, serios, alegres, haciendo el tonto, mandando a callar… Una hora más y toca recreo. Tengo hambre. Espero que el bocadillo no sea de atún.
—¿En qué estás pensando?
Mi leal Selena y su curiosidad. Sus ojos avellana resplandecen con la luz que entra, y eso que estamos en la fila del medio, lejos de las ventanas. Su pelo oscuro está recogido como puede en unas trenzas bajas. Siempre le ha molestado su naturaleza. Nunca se puede decir con seguridad que es ondulado, ni rizado, ni si está estofado, liso por una parte, enredado por otra... Según ella, es horrible tenerlo así. Le he dicho mil y una veces que se lo corte y se ahorre problemas. Pero ella insiste en dejárselo, excusándose de que corto no le quedaría para nada bien.
—En que odio el atún.
Jack, desde la esquina izquierda de primera fila, suelta una gran carcajada.
—Amiga mía, quién no odiaría algo a lo que es alérgico —dice.
Está en su postura favorita, sentado con las piernas dobladas y abrazadas por sus brazos. Sus manos entrelazadas como un maníaco, lo que es.
—Alguien que sea alérgico al calabacín —respondo segura—. Odio el calabacín.
—Odias tantas cosas, Kai —suspira Selena.
—¿Sabíais que hay un chico sordo en el centro?
Jack siempre cambia de tema veloz como el rayo. Nadie sabe por qué, pero lo hace con tanta elegancia y naturalidad que no puedes quejarte de ello. O al menos eso pienso yo los días que no quiero molestar a nadie con mi mal humor.
—¿Ah, sí?
Sel me ha quitado las palabras de la boca.
—Me lo encontré antes, cuando se me cayó el móvil.
—¿Y se las podrá arreglar en un instituto de oyentes?
—Supongo. Habla claramente.
—Kaimi —me llama Selena.
—¿Qué? —tardo en responder.
—Te veo distraída.
—Yo también. —Jack está de pie junto a mí. No tengo ni idea de cuándo se ha levantado—. ¿Acaso lo conoces?
Tras un lento suspiro, dejo caer mi cabeza, que reposaba en mis manos, sobre la mesa y parte del libro de biología.
—Desearía que no —admito abiertamente subiendo mi tono de voz, ya que mis labios se dirige a una tabla maciza de madera.
—Parece simpático. Bromas raras… Pero simpático. ¿Cómo se llama? —pregunta finalmente Jack. Siempre se intenta llevar con todo el mundo. Es tan sociable que hasta da miedo.
—Se hace llamar Red, si es que hablamos del mismo. Y no es agradable. Es todo lo contrario a todo lo bueno que puedas imaginar.
—El algodón de azúcar es bueno. No puedes compararlo con eso —me rebate Sel.
—Eso es dulce y rosita, ¿no? Pues Red está podrido y su alma ha de estar oscura de tanto robar alegría.
Mis amigos se ríen. Selena, que siempre ha confiado en mí y mis palabras, apoya una mano en el hombro de nuestro amigo.
—Enhorabuena, Jack. Como de costumbre, has vuelto a ganar el premio al chaval con más entusiasmo para hacer amigos y con más mala suerte para encontrarlos buenos.
Yo levanto la cabeza, me enderezo, y lentamente arrastro mi cuerpo por la silla hasta que mi cuello llega al respaldo, para mirar al techo.
—También tienes mis felicitaciones. Siempre serás nuestro campeón.
Jack ríe falsamente.
—¿Cuándo lo conociste? —me dice Selena.
—El sábado.
—¿Por eso no viniste a mi casa?
Giro el cuello hacia mi amiga.
—Estar a menos de dos metros de ese niño trae desgracias, os lo aseguro.
—¿Puedes describirlo físicamente, Jack?
Él abre la boca pero antes, yo, dejando de admirar los fluorescentes fundidos que deberían funcionar, los miro a ambos frunciendo el ceño.
—No vayáis a hablarle.
—Tranquila, solo quiero saber cómo es.
—Selena…
—No, en serio.
—Te arrepentirás, ya te lo adelanto.
Como aún noto en sus redondos ojos ese brillo que me confirma que su famosa terquedad sigue ahí, extiendo mi brazo y tomo una de sus oscuras trenzas.
—También tiene el pelo azabache. Pero los ojos azules. Como azul oscuro.
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