—¿A qué esperáis? —preguntas sin referirte a nadie en concreto.
—A que todos estos duros años de vigor me cedan la corona que merezco —responde el joven príncipe.
En silencio lo miras. Se te pasa por la cabeza que no aparenta tanto honor como dice tener, pero te guardas la opinión.
Con cierto estupor, tu hermana se acerca a la princesa.
—¿A qué esperas tú, mi dama? —curiosea.
—¿A mí te refieres? —duda retórica ella, mano en el corazón—. Yo no espero a otra cosa más que lo nunca posible, lo siempre inalcanzable y lo para nada invencible.
No llegáis ninguno a comprender, por lo que ella aclara:
—A la paz, mis oscuros amigos. Al milagro sucedido.
Los contempláis. Ambos humanos son hermanos.
En la penumbra asoma un rey, y tu hermano, el mediano, se acerca a él.
—Aquí el rey esperar no parece, mas engañados a todos nos tiene —comenta rondando a su alrededor, admirándolo como a una estatua.
—No oses burlarte de mí, intruso espíritu. Y baja esos brazos en jarra, que hasta aquí no he venido para ser humillado.
Tu hermano obedece y prosigue:
—Eso parece, majestad. Que es usted aquí el mandón, el principal, el señor al que todos ponemos en pedestal.
El rey suelta una carcajada.
—Veo que vas comprendiendo, sombra parlante. Sea pues, ¿qué os trae por mi reino?
—Busco respuestas, señor —contestas tú, el mayor—. Pero no por ello hemos aparecido en vuestro reino. No os lo creáis. No es más que pura casualidad. Mi cometido será preguntar, y el de vos responder. Sea pues, ¿a qué esperáis?
—¿A qué esperas?
—¿A qué esperará su majestad?
El rey se toma unos segundos de reflexión.
—No es otra cosa que la libertad —comienza—. No se trata de la verdad, porque nadie sabe la realidad… mas algunos lo afirman, mientras otros lo niegan.
—Aclárese le pido, que poco he comprendido —ruega tu hermano.
—Cuidado con ese tono, sombrío ser. ¿He de reiterar…?
—No, mi rey —corta tu hermana con respeto—. Ni falta que hará.
—Muy bien, impaciente pero educada nube negra. —El rey no parece haberse molestado por la interrupción. Deja con intención un silencio entre sus palabras y por poco susurra—: A mi muerte.
—¿He oído bien? —dice de repente el príncipe.
—A menos que su alteza tenga problemas de sordera —suelta tu hermano.
Tu hermana y la princesa ríen. El príncipe se ofende, y el rey finaliza impasible:
Vivo sin vivir en mí,
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.345Please respect copyright.PENANAf6xd4onYmR
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