Pretendías transportarte a los aposentos del rey para darle los buenos días, y así lo pensaste, mas no tienes ni idea de donde estás. Vas a cruzar la puerta que tienes en frente cuando te detienes porque oyes voces al otro lado. El resto del pasillo está en completo silencio. Te acercas. Son gemidos. Te vuelves invisible y la atraviesas lentamente. Los susurros vienen de un camastro a tu derecha.
La sala es sorprendentemente diminuta; parece un almacén de forma rectangular decorado como un espontáneo dormitorio con solo una minúscula ventana tapada por una cortina de seda. Por ella logra entrar un débil rayo, pero que no te afecta lo más mínimo porque no necesitas ojos para ver.
A la altura del no muy alto techo, te aproximas a esa cama llena de mantas que no paran de moverse formando extraños bultos que deforman la silueta humana. Sabes que no deberías curiosear ese tipo de situaciones. Te asomas.
Por una enorme fortuna, tu reacción no es un grito ahogado. Tan solo separas tus transparentes labios que de inmediato cierras. Lo siguiente que te planteas es irte sin más. Pero, y siempre hay un pero, se te ocurre la más brillante de las ideas.
Con cuidado de no hacer ruido, te colocas en la espalda del muchacho que está encima de su amada, y te introduces en él, desposeyéndolo de su consciencia. Así, tu perspectiva se vuelve peligrosamente erótica y tus sensaciones realmente palpables. Ella continúa disfrutando, sin haberse percatado del cambio de personalidad de su acompañante. Pero, ¿disfrutando? ¿Estás tú disfrutando? ¿Qué es esta sensación en tu pecho, espalda y muñecas? Te llevas una mano húmeda a la que no es tu cara para olerla, ya que la calidad de tu omnipotente vista ha mermado en picado.
—¿Sangre? —te preguntas. Como fantasma no tenías sentido del olfato.
No lo viste, pero cuando los ojos de la mujer que estaba debajo de ti se abrieron, sus pupilas eran alargadas como las de una serpiente.
Con sus uñas te araña la espalda por la zona de los omóplatos. Ahora recuerdas el nombre de esa sensación irritante tal como si mil hormigas compitieran por recorrer más veces el interior de tu carne. Y aunque notas el dolor, junto con la sangre que ahora está corriendo por tu temporal piel, dices calmadamente:
—No es a él a quien dañáis.
Ella, como serpiente, te sisea con el fin de que te tragues tus palabras y te atragantes con ellas. Te empuja y se levanta; sin importarle estar desnuda, se queda frente a la cama. Cada milímetro de sus músculos está desarrollado, y con el mero hecho de respirar se alza como el ser más poderoso de lo conocido.
—Ya sé que no eres él. —Te parece que su voz suena sensual—. Si lo fueras seguirías excitado.
—Oh, ¿lo estoy?
—Ya no.
La mujer suelta una enorme carcajada y se acerca de nuevo a ti, quedando esta vez, ella arriba.
—¿Eres uno de los fantasmas?
—¿Lo soy?
—¿Vuelves a sentirte vivo?
—No exactamente. Se asemeja más a estar soñando. —¿Por qué respondes con sinceridad?
La extraña, que ahora que te fijas no tiene ni un solo rasguño abierto pero sí diversas cicatrices, te mira con desprecio y recoge algo que se le había caído al suelo: una daga ensangrentada.
—¿Este es el tipo de amor que se practica hoy? —te cuestionas en voz alta.
—Esto no es amor. —Se empieza a vestir con piezas holgadas y oscuras—. ¿Piensas dejar ese cuerpo algún día?
Te sientas en la cama y con la misma sábana intentas limpiarte el líquido escarlata. El dolor, sin embargo, no cesa. Tuvieron que ser cortes profundos.
—Si lo dejo, posiblemente, morirá.
—Si mueres, asegúrate de hacerlo fuera del castillo.
—¿No os importa vuestro desangrado amante?
—No. —Te lo ha dicho directamente a los ojos.
Sucede un paciente silencio entre ambos.
Ella, finalmente, suspira sin lucir molesta.
—¿Qué quieres a cambio de tu silencio?
Muestras una media sonrisa.
—¿Me vais a sobornar? ¿Creéis que voy a acusaros de asesinato?
—Eso no me importa. Lo que no quiero que digas es que sucedió en esta habitación.
—¿No es vuestra?
La mujer te ignora y abre la puerta de una patada. Con un chaquetón colgando sobre su hombro izquierdo y las manos en los bolsillos, marcha hacia quién sabe dónde.
Dado que has mentido sobre el fallecimiento del cuerpo que posees, rápidamente lo abandonas para perseguir a la mujer que más entretenida que el rey parece.
—¡Esperad! ¿Cómo se os conoce?
—Perturbaciones como tú no me conocerán.
—Eso me ofende gravemente, joven joya. —No te contesta—. ¿No… no os importa que os llame joya? —El silencio no varía—. ¿Sabéis que sois una joya porque brilláis con solo existir?
Da la impresión de que te va a contestar porque se detiene de sopetón, pero, desilusionado, descubres que con tanto tiempo entre preguntas y escasas respuestas, habéis alcanzado la sala del trono en la que el rey está fatalmente sentado.
—¡Señor, ¿no os da vergüenza?! —exclamas.
El rey, con una pierna sobre uno de los reposabrazos y sin aparente indumentaria interior, se dirige primero a tu compañera de viaje.
—Daga.
—Bald —responde ella. Hinca una rodilla, baja la cabeza, y se vuelve a erguir. Lo ha hecho a la perfección, pero la sonrisa en su cara encasilla su comportamiento como burlesco—. ¿Has terminado de degustar tu desayuno?
—Yo no me meto en tus asuntos.
—No abiertamente.
Tras una pausa limitadora, el rey ordena:
—Juzgarás a Ro esta tarde.
—¿Por lo que no se ha dejado hacer? —Daga sube con paciencia los ocho anchos escalones que la separan del gigante trono—. Ser tu tribunal y tu guillotina cuesta caro —declara a la vez que apoya la barbilla en el respaldo—. Sin mencionar que me obligas a adiestrar a tus polillas.
—De acuerdo. Consigue a alguien que sea tan eficaz como tú.
—Tus halagos disminuyen el valor de la palabra.
Por fin, callan. O tal vez han seguido conversando sobre banalidades como dos viejos amigos, mas tus oídos decidieron rendirse por el día. No comprendes por qué cada vez que oyes cierta palabra los únicos dos sentidos que posees dejan de funcionar o lo hacen intermitentemente. En tu mejor momento dirías que estás maldito, empero ese era cuando estabas vivo.
—¡Osada nube mugrienta!
—¿A quién llamará así el señor? —te dices—. ¿Tantos segundos he pasado ido?
—¡A ti, zopenco! ¿Por qué no respondes cuando te hablo?
—¿Me habéis hablado, señor? Lo retiro. Primero, ¿he hablado en voz alta?
—Igual que ahora haces, alcornoque. Voy a repetirlo por última vez: ¿qué has estado haciendo por mi casa sin mi permiso?
—En vuestra casa… ¿Qué día es hoy?
El rey hace el esfuerzo de retener su ira en la punta de la lengua. Se masajea las sienes de la cabeza para impedir que sus venas estallen.
—Bald, cállate de una vez. Este espectro no ha hecho más que interrumpirme y matar a uno de tus guardias.
—¡No…! —Antes de que vuelvas a desmayarte mentalmente, percibes de fondo gritos de rabia producidos por una voz tan áspera como la del rey.
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