—Existen las personas que creen ser mejor que las otras, y que piensan sois vos una de esas que siempre actuarán de víctima en esos casos complicados donde la integridad y las emociones humanas se ven involucradas. Sin embargo, ¿sabéis qué es incluso peor que esas personas? —Miras al rey como esperando una reacción de intriga—. Las que ni lo plantean, porque no desean tener opiniones de los demás. Porque creyendo que de esa forma no critican, su inocencia nunca será puesta en duda. —Haces una breve pausa—. Víctimas verazmente inocentes, eso quieren ser… Juro por el sabio Idestam que ese grupo es de la calaña más inferior que hay. ¿Vos os consideráis del primer o del segundo grupo, señor? ¿O quizá del de los criticados?
—Yo creo, fantasma… que tienes serios problemas. Y que deberías contarlos a oídos de quien quiera con honradez saberlos, porque a mis tímpanos solos les produce repulsión tus pensamientos reflexivos en voz alta.
—Os lo agradezco, señor mío. Estaba pensando justo lo mismo que vos. Sea pues… ¿podríais dejar de expresar vuestra opinión sobre mi no cuerpo delante de mi sí alma, un no alguien a quien no le importan?
El rey ya ni se molesta. Desde donde está, tumbado en un diván de su sala de estar, hace vista ciega a la sombra de su izquierda.
—Así que optáis por ignorarme. Esa es otra mala costumbre de los vivos. ¿Os creéis que pretendiendo hacer como que no existo os libraréis de mí?
—Yo ya creía en espíritus, jovenzuelo. Por lo que tengo claro como el ron que si finjo no veros no dejaré de sentiros. Empero, tengo fe en que os vayáis cuanto antes. —El rey clava sus pupilas en ti—. Sé que queréis respuestas. ¿Cuáles son tus preguntas?
—Oh, ¿ahora sí me hablaréis sin evasivas?
—Hasta donde lleguen mis ganas y paciencia. Empieza.
—La paciencia es virtud de los eruditos, señor.
—¿Qué insinúas?
—La ofensa ya se cuenta por sí sola. —El rey se levanta, y, mientras te persigue por todo el espacio hallante, hablas sin esfuerzo—. No sé cuántas preguntas haceros. No sé si formular todas las que manifiéstenseme. ¿Qué creéis vos? —Con una mano traslúcida en la barbilla, te giras al rey que yace en el suelo jadeante—. Válgame… No poseéis ni la más mínima fuerza de voluntad, señor.
—¿Qué te has creído? Ya a una edad como la mía no somos comparables a los jóvenes. Y menos a los tuyos, que ni tenéis músculos que se cansen.
—Vaya. Me impresionáis. Es la primera coherencia que habéis mascullado desde nuestra llegada.
En lugar de reaccionar arisco; como de habitual, el rey sonríe.
—Y no sería la única si me escucharas de vez en cuando.
—Ya podéis deteneros. —Alzas una mano frente su cara—. Esta no ha sido una muestra de camaradería.
El rey entiende que seguirás con tu labia poco considerada, pero en el fondo logra ver que vuestra relación ha mejorado.
Una mañana juntos y el odio ya refulge. Un día entero juntos y las almas ya se comprenden.
—Prima questione: ¿sabéis quién fui?
El rey cruza sus brazos.
—No.
—¿No tenéis ni una mísera idea?
Te mira de arriba abajo, y resopla:
—No.
—Mentís.
—No.
—Responded con verdad o nada tendrá sentido alguno.
—No te conocía, fantasma. Acéptalo. Mi palabra es absoluta.
Aún con ligera duda, enuncias:
—¿Sabéis quiénes fueron mis hermanos?
Esta vez el rey no se contiene y gruñe:
—Veo por dónde va tu intención, pequeño. Pero no vas a conseguir ninguna de las respuestas que esperas si sigues por ahí.
—¿Qué os hace pensar que sabéis adónde quiero llegar?
Por un momento os miráis con recelo, casi con odio. Como si todos los años que pasasteis juntos ya no valieran nada, y ya no fuera necesario recordarlos.
—Busca otra pregunta, lejana a este tema —te sugiere con desdén.
Y en lugar de obedecerle o replicarle, tu boca articula por sí sola:
—«Bald tiene muy buena memoria. Él jamás se olvidará de ti, eres lo que más deseó y a lo que más quiere sobre todo».
Surge el silencio.
Afuera los pájaros comienzan a entonar y el susurro del viento se vuelve más notorio. Está entrada la tarde, pero el Sol no se cansa de iluminar radiante. El ambiente es cálido y agradable, mezclado con un reciente olor a jengibre proveniente de la cocina, probablemente de galletas recién horneadas.
Un frío asciende por la garganta del rey dejándosela seca, sin palabras con que responder a lo que has recitado inconscientemente.
—Fantasma —te llama. Su tono ya no muestra sorna ni enfado. Tan solo miedo—. Repítelo. Y dime cómo es que sabes eso.
—Yo…
Un fuerte golpe contra la puerta te interrumpe.
Desde el otro lado, voces opacadas llegan a percibirse.
—¡Maldición! ¿Qué hace la puerta cerrada bajo llave?
—Tal vez su majestad necesitaba un poco de soledad.
—¡Sal, rey de pacotilla! ¡Sé que estás ahí! ¡Abre!
—No será una reunión familiar sin ti.
Con expresión conspirativa, comentas:
—Parece que sois bastante popular en la Corte.
Te has olvidado por completo de lo que dijiste. No sabrás hasta más delante de la importancia que tuvo aquella oración, aquella cita que nombraste de una persona del pasado.
El rey chasquea la lengua.
—No sé qué estarán tramando estos hijos míos, pero será mejor que les abra. Odiaría…
—¿Tener que pagar otra reparación al cerrajero? —intentas adivinar.
Como si hubieras acertado de lleno, el rey te da la espalda sin decir nada.
Ríes como nunca y antes de que la llave se gire hacia la derecha, atraviesas la puerta.
—¿Qué os trae por aquí, ruidoso joven? Buenas sean las tardes, bella señorita —saludas.
—Aparta fantasma, a ti no te necesitamos.
—Para eso mismo veníamos —concluye la sonriente princesa.
Sin que puedas impedirlo, ambos hermanos se adentran en la sala de estar.
Al mismo tiempo, el rey se sienta en otro de los muchos sillones de orejas que hay y tú finges estar dolido por los insensibles comentarios que se te han dirigido.
—Hijo mío. Será la primera y última vez que esté de acuerdo con este espíritu que ves aquí… —Te señala—. Pero tiene razón. Bastante jaleo has montado para venir a verme.
—¡Es importante! —grita él para justificarse.
—¿De qué se trata, pues? —preguntas con interés.
—¡De ti! Y de tus odiosos hermanos. —Se dirige al rey—. Debes echarlos de aquí cuanto antes. No hacen más que criticar y molestar.
El rey tiene la mirada ida. Hace ya tiempo que las palabras de su hijo perdieron su valor.
Sin tratar de disimular, ríes suavemente.
—¿Qué te hace gracia? —espeta el príncipe hacia ti, con ojos de lince enfurecido.
—Aún la triste verdad de antes. —Te refieres al asunto de las puertas rotas—. Mas, que no te importe, joven. Yo no estoy aquí —prometes.
—Oh, y tanto que no lo estarás. Porque…
—Suficiente —sentencia el rey—. Ya podéis retiraros.
—¿Qué somos? ¿Tus sirvientes? —se atreve a replicar el príncipe.
—No. Sois mis hijos. Y eso os da el mismo poder que tienen sobre mí los sirvientes: ninguno. Id a vuestros respectivos cuartos. O adonde queráis. Salid de mi vista.
—¿Y dejar que estas cosas flotantes perturben la paz del castillo?
—Ajá. Sí. ¿Por qué no? No veía tanto movimiento y parloteo por estas paredes desde que erais niños. —Mira a su hijo detenidamente—. Más niños —rectifica.
El príncipe cierra su mandíbula con fuerza. Se queda plantado donde está.
«¿Llegará a echar raíces ahí solo por ganar contra su padre?»
La princesa está anonada a tu lado, como si la sorpresa que debiera haberse llevado el día anterior al ver un fantasma, le estuviera reaccionando ahora.
—¿Qué deseáis, pequeña señorita? —preguntas con tono encantador.
Tras un corto silencio, en realidad repleto de gritos y contestaciones, ella pronuncia casi con elegancia:
—No logro deducir quién puedes ser. ¿Quién eres?
La sonrisa se te borra del simple rostro.
—¿Dónde naciste?
Las preguntas de la princesa te hacen temblar, incluso sin tener piel.
—¿Cómo moriste?
Cada una te deja más que pensar.
—¿Estabas enfermo?
Y no te da tiempo a responder ninguna completamente, porque la siguiente es peor.
—¿No recuerdas nada de tu vida pasada?
A medida que continúa, oyes su voz más clara, más alta, desde más cerca, como si te atravesase el cerebro que ya no tienes. Todo lo que te queda es el alma. Y aún así, ella la traspasa.
¿Te dolió? ¿Amabas a alguien? ¿Fuiste torturado? ¿Cuánto hace que moriste? ¿Acaso fuiste un pecador? ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué no me respondes?
Ya no parecía real. ¿Eran verdaderamente esas sus preguntas? No podías estar seguro. Solo sabías que no cesaban. Eran infinitas.
¿Has perdido el habla? ¿Ya? ¿Sí? No puede ser. ¿Cómo ha podido ser?
Si ni siquiera he tenido que intervenir.
¿Estás cansado, fantasma? ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Deseas irte de aquí de inmediato? ¿Sí? No te preocupes, yo sé un camino. ¿Qué? Claro que digo la verdad. ¿No me crees?
Yo no te llame. Pero seré quien te saque de aquí.
Das un respingo. Los vivos lo que presencian es que hace un microsegundo estabas allí con ellos, luego ya no, y al final retornaste al mismo punto.
—Fantasma… ¿Estás bien? —te pregunta el rey.
Y tú, sin saber que podías jadear estando muerto, contestas entrecortadamente:
—S-sí. Es solo… ¿De qué hablabais, señor?
El rey empieza entonces a explicar desde el principio la situación en la que se encontraban, sin saltarse ningún detalle. Mas, en lugar de escucharle, fijas tus inexistentes ojos en la princesa, que ahora te sonríe.
—¿Ocurre algo?
—¿E-eso… ha sucedido? —Sientes que has sonado cual tartamudo frente a miles de personas.
La princesa te observa con los ojos muy abiertos. Sus redondos y verdes iris se dejan ver rodeados de blanco y sus párpados están lo más plegados posible. Una mirada dudosamente humana.
—¿El qué, mi oscuro amigo?
Un escalofrío te recorre por dentro.
—Justo aho...
Silenciando tu última sílaba, tus hermanos menores se manifiestan en medio de la sala con una escandalosa entrada.
—¿Qué ha pasado, qué ha pasado? ¿Nos hemos perdido los manotazos?
—Eso, eso. Yo aposté por el príncipe. Hermano, hermano —te llama tu hermanita—, ¿quién ganó?
Pero tus palabras no salen. Todo tu ser se concentra en la mirada fría e intimidante de la princesa, en contraste con su bonita y cordial sonrisa.
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