—Estamos todos en la sala. Benditas sea las Parcas. ¿Qué pecado nos habrá juntado? ¿Será por aquél, por el hermano, o por el que está allí sentado?
Sin embargo, nadie contesta a tu hermano menor, que felizmente os rodea a todos desde la araña que ilumina la estancia.
—Tan callados o tan osados. ¿Qué se habrá malinterpretado? ¿Se me acusa a mí, a mi hermana, a mi hermano, o a nuestra sangre al completo? Sin la respuesta que merezco, sigo sin estar satisfecho.
Continuáis en silencio. El rey en su diván, recostado despreocupado. La princesa asomada a un gran ventanal, viendo a las golondrinas pasar de aquí para allá. Tu hermana contemplándola a ella con un anhelo del cual no sabe la causa. El príncipe de pie, con puños cerrados y dura expresión frente a los ojos cerrados de su padre. Y tú en el centro del salón, en el centro de todo este embrollo.
«¿Cuánto durará esto?»
Como si tu profundo deseo de acabar con el incómodo no sonido lo hubiera escuchado su altísima divinidad, la puerta se abre bruscamente.
—¡Atención a los presentes! —Todos dirigís la mirada al sirviente vestido de blanco y negro con pinta de monje—. ¿Sabe alguien dónde se encuentra el re…? ¡Ah, majestad, si está usted ahí! Se requiere urgentemente su presencia.
—¿Dónde y para qué?
—¡Su presencia!
—He preguntado que dónde y por qué razón.
Parece que hasta el terco rey es capaz de ser paciente con algunos.
Con una sonrisa, tú mismo te excluyes de ese «algunos».
—Ah, mis más sinceras disculpas, rey Archibald. Mi vista ya no es la que era, sabe.
Mientras el sirviente hace una reverencia, oyes de fondo las risas de tus hermanos.
Ahora que te fijas, ha de ser incluso mayor que el rey, pero en sus ojos todavía se vislumbra perfectamente la transparente inocencia de un niño. A diferencia de su majestad, cuyos orbes de carbón no muestran más que vacío y pérdida de esperanzas. Como si ya ningún sueño bonito le acompañase al dormir.
—En la sala del trono, para recibir a unos señores que dicen traer un pedido para la princesa —por fin responde.
—¿Para mí? —La princesa levanta una mano, como para hacerse ver—. Pero yo no he pedido nada más que un té que nunca vino.
—Es por eso que me gustaría que los viera en persona, mi rey. No parecen traer buenas intenciones. —El sirviente ve a tu hermano, que no ha cesado su carrera en círculos contra el polvo de la habitación—. ¡Válgame! ¿Qué es eso? Princesa, ¿se trata de nuevo de esa br…?
—¿Quéeeeee? —la princesa exclama—. ¿Qué dice, abad? —Así que sí era monje—. No sabe de lo que habla, venga, vayamos a ver a esos sospechosos. —Y empujando suavemente al monje sirviente, avanza a toda prisa por el pasillo.
El rey se levanta con pereza. Se queda junto a su hijo, sin mirarlo directamente. El príncipe es más alto, pero solo porque su padre se pasa los días encorvado a más no poder.
—Que de esa boca tuya no salgan más réplicas —le susurra. No contaba con que los fantasmas no necesitáis oídos para escuchar. Llega hasta ti, frunce el ceño, y te dedica también un secreto—. Ya sabes mi nombre. Dijiste que no sabías el tuyo, pero yo creo que sí. Y me lo acabarás diciendo. Es cuestión de tiempo. —Acto seguido, sale con parsimonia por la misma puerta, ignorando tal vez, que debería atender de inmediato sus responsabilidades como monarca.
En la sala de estar quedáis tu hermano, el príncipe y tú, ya que tu hermanita desapareció en cuanto la princesa cruzó el umbral.
—¿Os apetece una partida de cartas? —preguntas.
—¡Oh, mi hermanito querido! El perder estás buscando, al desafiar aquí al invicto.
Ríes entre dientes mientras manifiestas en tus manos una baraja hecha de pedazos de nube negra.
—¿No os apuntáis, joven? Tenemos lo que queda de tarde y noche.
El príncipe hace una mueca de molestia, se acerca a la ventana de las golondrinas, la abre, y salta.
—¡Ay, mi guiso! ¿No era este un segundo piso? —Tu hermano se asoma afuera, quedando su etéreo cuerpo atravesado por la ventana cerrada—. ¿Ves lo que te digo? El señorito está maldito.
Sacas también tu cabeza, pero por la hoja de cristal abierta. Es una segunda planta, sin duda. Pero el príncipe que por allí va caminando enfurruñado parece más vivo que nunca. Un poco más y las llamas de su ira acaban emergiendo de sus cuencas.
Una suave ráfaga de viento te recorre lo que antes era tu pecho.
«¿Quién era Archibald?»
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