El tintineo de la campanilla sobre la puerta de la librería siempre me arrancaba de mis pensamientos, como un eco que recordaba que el mundo seguía girando más allá de las páginas amarillentas que sostenía entre las manos. Era una tarde de junio en Coyoacán, con el sol tiñendo de ámbar las hojas de los árboles de la plaza y el aire cargado de aromas que se mezclaban como una sinfonía: café recién molido desde la cafetería de la esquina, pan dulce caliente de la panadería Doña Lola y el leve toque terroso de los puestos de artesanías que vendían textiles y alebrijes bajo los portales. Trabajar en Librería El Aleph, un pequeño refugio de segunda mano escondido entre murales desvaídos y calles empedradas, era mi santuario. Entre los estantes torcidos, llenos de novelas de misterio, poesía olvidada y ediciones raras que olían a tiempo, podía fingir que el ruido constante de mi cabeza —los recuerdos de una infancia rota, las preguntas sin respuesta sobre mi madre— se desvanecía por un rato.
Estaba reorganizando una pila de libros de Julio Cortázar que alguien había dejado en desorden, con Rayuela abierto en una página marcada por una flor seca, cuando la campanilla sonó de nuevo. Levanté la vista, ajustándome los lentes que siempre se deslizaban por mi nariz, y ahí estaba él. Un tipo entró como si el lugar le perteneciera, con una cámara colgada al cuello que rebotaba contra su pecho y una sonrisa que parecía demasiado grande, demasiado viva para el silencio polvoriento de la librería. Llevaba una chamarra de mezclilla gastada, con parches cosidos a mano en los codos, sobre una playera negra con un estampado de Frida Kahlo que parecía recién comprada en el mercado de artesanos. Su cabello castaño, con reflejos claros que atrapaban la luz del atardecer como si fueran hilos de oro, caía desordenado sobre su frente, y sus ojos —oscuros, curiosos, casi desafiantes— se encontraron con los míos por un instante antes de que empezara a recorrer el lugar con pasos seguros.
Me quedé inmóvil, con las manos suspendidas sobre un ejemplar de Final del juego, tratando de descifrar si era un cliente habitual o alguien perdido. La mayoría de los que entraban a El Aleph eran ancianos nostálgicos, estudiantes buscando baratura o turistas cazando gangas literarias. Este tipo no encajaba en ninguna categoría. Había una energía en él, un torbellino silencioso que llenaba el espacio, como si trajera consigo el bullicio de la ciudad: el ruido de los vendedores ambulantes, el claxon de los autos en la avenida y el murmullo de las palomas en la plaza.
—¿Tienes algo sobre fotografía callejera? —preguntó, apoyándose en el mostrador con una confianza que me hizo fruncir el ceño. Su voz tenía un tono juguetón, casi como si me estuviera retando a encontrarle algo, y un leve acento que no supe ubicar, quizás un dejo de alguien que había viajado más allá de las calles de la capital.
Lo miré un segundo más de lo necesario, intentando decidir si hablaba en serio. La librería no era precisamente un paraíso para manuales técnicos; la sección de arte estaba limitada a un par de volúmenes polvorientos que alguien había donado años atrás, y dudo que alguien los hubiera abierto desde entonces. Carraspeé, sintiendo un nudo en la garganta que no explicaba, y señalé vagamente hacia una esquina donde los libros de fotografía se apilaban junto a guías de viaje desactualizadas.
—Allá atrás, si tienes suerte —respondí, mi voz más cortante de lo que pretendía. Volví a mi tarea, esperando que se fuera y me dejara en paz con mis pensamientos. Pero en lugar de eso, lo escuché caminar hacia los estantes, sus pasos resonando contra el suelo de madera gastada, silbando una melodía que no reconocí. Era algo alegre, quizás una cumbia o un fragmento de una canción popular que se oía en los tianguis los fines de semana. El sonido me irritó, aunque no supe por qué. Tal vez porque interrumpía el silencio que yo había construido como un escudo, o tal vez porque, en el fondo, una parte de mí se sentía curiosamente atraída por esa intrusión.
Pasaron varios minutos antes de que regresara. Lo vi venir desde el rabillo del ojo, sosteniendo un libro delgado con la portada desgastada y las esquinas dobladas. Fotografía en las calles de México, decía en letras descoloridas que apenas se distinguían bajo una capa de polvo. Lo dejó sobre el mostrador con un golpe seco, como si acabara de ganar un trofeo en una competencia que yo no sabía que existía.
—Esto servirá —dijo, inclinándose un poco hacia mí. El movimiento trajo consigo un leve aroma a colonia barata y a algo más, quizás el humo de un puesto de elotes que había pasado antes—. Aunque, honestamente, tus gustos parecen más de novela negra. ¿Detective o asesino, cuál eres?
Lo miré, sorprendido por el comentario. Mis manos se detuvieron sobre el libro que estaba revisando, una edición vieja de El extranjero de Camus que había estado hojeando antes de su llegada. ¿Cómo lo había notado? Tal vez fue la forma en que había estado hojeando un misterio de Paco Ignacio Taibo II minutos antes, o el hecho de que tenía un cuaderno lleno de notas sobre tramas detectivescas guardado bajo el mostrador. Sentí un calor subir por mi cuello, una mezcla de vergüenza y algo que no quise nombrar, y decidí responder con mi tono más seco, el que usaba para mantener a la gente a distancia.
—Ninguno. Solo alguien que prefiere leer en paz —dije, evitando sus ojos mientras tomaba el libro para anotar el precio en una hoja vieja. Cinco pesos, un precio ridículo considerando el estado del volumen, pero era la política de la librería: todo lo que quedaba olvidado valía menos que un taco de guisado.
Él soltó una risa corta, y el sonido me hizo tensarme. Era cálida, casi musical, como el repique de las campanas de la iglesia de San Juan Bautista que se oía los domingos por la mañana. Me descolocó, porque no estaba acostumbrado a que alguien riera conmigo, o por mí, sin que yo lo invitara. Se inclinó un poco más, apoyando los codos en el mostrador, y me miró con esos ojos oscuros que parecían buscar algo en los míos.
—Paz, ¿eh? Eso suena aburrido —dijo, con una chispa de diversión en la voz—. Apuesto a que escondes un lado más interesante bajo esas gafas. ¿Qué lees cuando nadie te ve?
Sentí que mi cara se calentaba aún más, y maldije en silencio mi piel traicionera. No estaba acostumbrado a este tipo de conversaciones, a que alguien se metiera tan rápido en mi espacio personal. Normalmente, los clientes intercambiaban un saludo cortante y se iban, dejando el aire tan quieto como lo habían encontrado. Pero este tipo —Mateo, como luego supe— parecía decidido a revolverlo todo.
—No es de tu incumbencia —murmuré, deslizando el libro hacia él junto con el recibo garabateado. Esperaba que tomara la indirecta y se largara, pero en lugar de eso, sacó un billete arrugado de su bolsillo y lo dejó sobre el mostrador con un gesto casual.
—Trato hecho, lector misterioso —dijo, guiñándome un ojo antes de tomar el libro—. Me llamo Mateo, por cierto. Nos vemos pronto.
La campanilla sonó de nuevo cuando salió, y me quedé ahí, con el billete en la mano y el eco de su risa todavía flotando en el aire. Miré hacia la puerta, donde su figura ya se perdía entre la multitud de la plaza, y sentí un nudo extraño en el estómago. No supe si era molestia, curiosidad o algo más profundo, algo que no quería admitir. Sacudí la cabeza y volví a los libros, intentando convencerme de que no volvería. Pero, en el fondo, esa parte de mí que había estado demasiado sola durante años —la que guardaba los recuerdos de mi madre en un rincón oscuro de mi mente— susurró que tal vez, solo tal vez, lo esperaría.
Mientras ordenaba los estantes, mi mirada se desvió hacia la ventana. Afuera, el sol se estaba poniendo, tiñendo el cielo de un azul profundo salpicado de las primeras estrellas. Pensé en las palabras de Mateo, en su risa, en cómo había leído algo en mí que ni yo mismo quería ver. Y por un momento, me pregunté si esas estrellas que brillaban sobre Coyoacán podrían algún día reflejar algo más que mi soledad.
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