El sol de la tarde caía como un manto cálido sobre las calles de Coyoacán, haciendo brillar las piedras del empedrado y arrancando destellos a los colores vivos de los puestos que bordeaban la plaza. El aire estaba cargado de aromas que se entrelazaban en una danza embriagadora: el humo picante de los tacos al pastor que un vendedor asaba en una esquina, el dulzor terroso de las flores de cempasúchil que una anciana ofrecía en cestas tejidas, y el leve toque amargo del café que se filtraba desde las mesas al aire libre de la cafetería de enfrente. Caminaba con mi cámara colgada al cuello, el peso familiar de la lente contra mi pecho como un compañero inseparable, mientras el calor me hacía sudar bajo la chamarra de mezclilla que llevaba por costumbre más que por necesidad. Pero mi mente no estaba en el paisaje ni en el hambre que empezaba a rugir en mi estómago; estaba atrapada en la imagen de ese chico de la librería, Rafa, y en la forma en que su mirada seria me había perseguido desde que salí de ahí.
No soy de los que se obsesionan con alguien a la primera mirada, o al menos eso me digo a mí mismo. Mi vida siempre ha sido un torbellino de flashes, viajes improvisados y rostros que capturo por un instante antes de dejarlos ir. Pero había algo en Rafa que se me había clavado como un gancho. Esos ojos oscuros detrás de los lentes, tan profundos que parecían guardar un universo entero, y esa voz cortante que escondía un temblor que no pudo disimular del todo. Cuando le guiñé el ojo al salir, no fue solo un gesto coqueto; fue una chispa, un desafío silencioso para que no se escondiera detrás de sus libros y su silencio. Y ahora, mientras el sol empezaba a descender, sentía una urgencia extraña por volver, por verlo otra vez, aunque mi excusa fuera tan endeble como una hoja de papel.
Eran las dos de la tarde cuando decidí regresar. Mi estómago pedía a gritos un taco de suadero, pero lo ignoré. En lugar de eso, me detuve en un puesto de aguas frescas y compré un vaso de jamaica, el sabor ácido y dulce refrescándome la garganta mientras planeaba mi próximo movimiento. Necesitaba una razón, algo que justificara mi regreso a Librería El Aleph. Pensé en pedir otro libro —tal vez algo sobre historia del arte esta vez— y me reí para mis adentros. Era una mentira floja, pero funcionaría. Empujé la puerta de la librería, y el tintineo de la campanilla me recibió como un saludo familiar, un sonido que ya empezaba a asociar con él.
Ahí estaba Rafa, de pie cerca de una estantería al fondo, con una sudadera gris que le quedaba un poco grande y el cabello negro cayendo desordenado sobre la frente, como si lo hubiera peinado con los dedos en un momento de descuido. Estaba tan inmerso en un libro que no me vio entrar, y por un momento me quedé quieto, dejando que mis ojos lo recorrieran. La luz suave que se colaba por la ventana iluminaba su perfil, haciendo brillar las motas de polvo que flotaban a su alrededor como estrellas diminutas. Había algo en su postura —los hombros ligeramente encorvados, las manos delicadas sosteniendo el libro con reverencia— que me hizo contener el aliento. Saqué mi cámara instintivamente, ajustando el enfoque para capturar la escena, pero me detuve. No era el momento de robarle una foto; quería que me mirara, que me viera de verdad.
—¿Volviste por más? —dijo de repente, levantando la vista. Su voz tenía ese filo que me hizo sonreír, pero noté un leve rubor en sus mejillas, como si lo hubiera sorprendido en un momento de vulnerabilidad. Cerró el libro —parecía ser Pedro Páramo de Rulfo, un clásico que me hizo preguntarme qué historias lo habían marcado— y lo dejó sobre la estantería con un cuidado casi reverente.
—Claro —respondí, acercándome al mostrador con una sonrisa que no pude contener. Dejé el vaso de jamaica en una esquina y me apoyé con un codo, inclinándome hacia él como si el espacio entre nosotros fuera un imán—. Pensé que tal vez tenías algo sobre historia del arte. O... no sé, cualquier cosa que me dé una excusa para quedarme un rato.
Me miró con desconfianza, esos ojos oscuros escudriñándome como si intentara descifrar mis intenciones. No me echó, sin embargo, y eso fue una victoria pequeña pero dulce. Señaló una esquina del local donde los libros de arte se amontonaban en un caos organizado, con portadas desvaídas y lomos agrietados. Caminé hacia allá, sintiendo su mirada en mi espalda como un peso cálido, y empecé a hojear los títulos. Mientras lo hacía, no pude evitar robarle miradas. Había una gracia en la manera en que se movía, lenta y deliberada, como si cada gesto fuera un pensamiento que no quería compartir. Me pregunté qué escondía detrás de esa fachada seria, qué cicatrices llevaba en esas manos que hojeaban páginas con tanto cariño. ¿Era soledad? ¿Miedo? Quise saberlo todo.
Encontré un libro viejo sobre murales mexicanos, con fotos en blanco y negro de los trabajos de Rivera y Siqueiros, y lo llevé al mostrador. Esta vez, me quedé más cerca de él, apoyando ambos codos en la madera para poder mirarlo mejor. El olor a papel viejo se mezclaba con un leve toque de su colonia —algo fresco, tal vez una marca barata que usaba por costumbre— y el contraste me resultó extrañamente embriagador. Nuestros brazos casi se rozaban, y sentí un cosquilleo que me recorrió la piel, un deseo silencioso de cerrar esa distancia.
—¿Siempre eres tan gruñón con los clientes? —pregunté, inclinándome un poco más, lo suficiente para que nuestras miradas se cruzaran de verdad. Sus ojos se abrieron ligeramente, y por un segundo vi algo más allá de la fachada: un destello de curiosidad, tal vez de nervios, que hizo que mi pulso se acelerara. Quise alargar ese momento, grabarlo en mi memoria como una de mis fotos favoritas.
—Solo con los que no saben lo que quieren —replicó, su voz un poco más baja, como si el espacio entre nosotros lo estuviera afectando tanto como a mí. Tomó el libro y empezó a anotar el precio en una hoja vieja con una caligrafía apretada, sus dedos moviéndose con una precisión que me fascinó. Diez pesos esta vez. Cuando me lo pasó, nuestros dedos se rozaron, y el contacto, aunque breve, fue como una chispa. No aparté la mano de inmediato, y él tampoco. Por un instante, el aire se cargó de algo eléctrico, un silencio que hablaba de miradas robadas y corazones que latían un poco más rápido.
—Entonces tendré que volver hasta que lo descubra —dije, mi voz bajando a un susurro intencional, cargado de una promesa que ni yo mismo estaba seguro de cumplir. Le guiñé un ojo otra vez, y esta vez noté cómo su respiración se entrecortó, cómo sus labios se separaron ligeramente antes de que apartara la mirada, fingiendo concentrarse en el recibo. Ese gesto, tan pequeño, me encendió por dentro, y tuve que morderme el labio para no sonreír demasiado.
Pagué con un billete arrugado que saqué del bolsillo de mi chamarra y salí, pero no me fui lejos. Me quedé afuera, apoyado contra una pared bajo la sombra de un ahuehuete centenario, y saqué mi cámara. Ajusté el enfoque y tomé una foto rápida de la librería a través de la ventana. Ahí estaba Rafa, de espaldas, ordenando libros como si nada hubiera pasado. Pero yo sabía que algo había cambiado. Presioné el botón del disparador otra vez, capturando su silueta contra la luz que se filtraba por la ventana, y revisé la imagen en la pantalla. No se veía su rostro, pero la curva de sus hombros, la forma en que su cabello caía, todo me hablaba de él. Guardé la foto con cuidado, sintiendo que era el comienzo de algo que no podía nombrar.
Mientras tomaba un sorbo de mi agua de jamaica, que ya se había calentado bajo el sol, pensé en su rostro, en cómo sus labios se habían curvado ligeramente cuando le respondí, en la forma en que sus dedos habían temblado al rozar los míos. Me pregunté si alguna vez lo vería sonreír de verdad, si alguna vez podría acercarme lo suficiente para tocarlo, para sentir el calor de su piel contra la mía. Imaginé por un momento sus manos en mi cabello, su aliento en mi cuello, y el pensamiento me hizo cerrar los ojos, dejando que la fantasía se deslizara por mi mente como una corriente cálida. Sacudí la cabeza, riendo para mí mismo. Era demasiado pronto para soñar despiertos, pero no pude evitarlo.
Sabía que volvería. No solo por los libros, ni siquiera por la excusa barata que había inventado. Volvería por él, por esos ojos que me habían mirado con una mezcla de desconfianza y algo más, algo que prometía brillar si lograba romper sus defensas. Y mientras el sol se hundía en el horizonte, tiñendo el cielo de un azul profundo salpicado de las primeras estrellas, sentí que esas luces lejanas reflejaban el deseo que empezaba a crecer en mi pecho. Rafa era un misterio que quería resolver, un lienzo en blanco que quería pintar con mis manos, y aunque no lo admití en voz alta, supe que estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera para encontrar las estrellas que escondía en su alma.
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