La tarde se deslizaba hacia la noche con una lentitud que me ponía nervioso, como si el tiempo conspirara para mantenerme atrapado en mis propios pensamientos. El sol ya se había escondido tras los árboles de la plaza de Coyoacán, dejando un resplandor anaranjado que teñía las fachadas de las casas coloniales y los puestos de artesanías que empezaban a cerrar. El aire se llenaba de nuevos olores: el dulzor del pan de muerto que una panadería cercana ofrecía a pesar de que aún faltaban meses para noviembre, el aroma a incienso que flotaba desde un puesto de velas, y el eco lejano de un mariachi que tocaba en alguna esquina. Trabajar en Librería El Aleph me daba una rutina, un refugio donde podía esconderme de las preguntas que mi padre dejaba caer como piedras pesadas: "¿Cuándo vas a hacer algo de tu vida, Rafa?" Pero esa tarde, la paz que solía encontrar entre los libros se había roto, y la culpa era de un par de ojos oscuros y una sonrisa que no podía sacarme de la cabeza.
Mateo. Su nombre se repetía en mi mente como un estribillo que no pedí, desde que salió de la librería el día anterior con ese guiño que todavía sentía como un cosquilleo en la piel. Había intentado ignorarlo, convencerme de que solo era un cliente más, un turista curioso que pronto olvidaría el lugar. Pero cuando la campanilla sonó de nuevo esa tarde, y lo vi entrar con esa misma chamarra de mezclilla y la cámara colgando como un trofeo, supe que no sería tan fácil. Llevaba un vaso de agua de jamaica en la mano, y el rojo intenso del líquido brillaba bajo la luz tenue del interior, como si trajera consigo un pedazo del mercado afuera.
—¿Otra vez tú? —dije, intentando que mi voz sonara firme, aunque mi corazón dio un salto traicionero. Estaba detrás del mostrador, organizando una pila de facturas viejas, y levanté la vista lo justo para no mostrar cuánto me había sorprendido.
—Te dije que volvería —respondió con esa sonrisa que parecía iluminar la habitación. Dejó el vaso en una esquina y se apoyó en el mostrador, demasiado cerca para mi comodidad. Olía a sol y a algo dulce, quizás el residuo de la jamaica, y el calor de su presencia me hizo ajustar los lentes con dedos temblorosos—. Pensé que después de venderme dos libros, al menos me deberías un café. ¿Qué dices, lector misterioso?
Lo miré, incrédulo. ¿Un café? La idea me tomó desprevenido, y por un momento no supe qué responder. Mi instinto fue negarme, encerrarme de nuevo en mi caparazón de silencio, pero había algo en su tono —una mezcla de desafío y suavidad— que me hizo dudar. No era como los demás; no se rendía con un "no" cortante. Y aunque no lo admití, una parte de mí, esa que guardaba los recuerdos de una infancia solitaria, quería ceder.
—No soy de salir con clientes —murmuré, volviendo a las facturas, pero mi voz carecía de convicción. Sentí sus ojos en mí, y cuando levanté la mirada, lo vi inclinarse un poco más, su rostro a solo unos centímetros del mío.
—Entonces no me consideres un cliente. Considera esto... un favor entre amigos —dijo, y su voz bajó a un tono que me erizó la piel. Había un brillo en sus ojos, una chispa que me hizo tragar saliva. Antes de que pudiera protestar, añadió—: Hay una cafetería afuera, en la plaza. Te invito. Diez minutos, nada más.
No supe por qué dije que sí. Tal vez fue la forma en que sus palabras sonaron como una promesa, o tal vez fue el cansancio de llevar siempre la misma rutina. Cerré la librería con un candado oxidado, sintiendo su mirada en mi espalda mientras guardaba la llave en el bolsillo. Caminamos en silencio hacia la plaza, y el bullicio de la tarde nos envolvió: los gritos de los vendedores de tamales, el sonido de una guitarra que alguien afinaba, el murmullo de las palomas que revoloteaban alrededor de la fuente. Mateo caminaba a mi lado, con las manos en los bolsillos de su chamarra, y de vez en cuando giraba la cabeza para mirarme, como si estuviera estudiándome.
Llegamos a una mesita al aire libre de la Cafetería El Jarocho, un lugar conocido por sus churros y su café de olla. Pedimos dos tazas, y el aroma especiado del canela y piloncillo llenó el aire mientras esperábamos. Me senté frente a él, con las manos apretadas alrededor de la taza caliente, intentando encontrar algo que decir. Él, en cambio, parecía completamente relajado, apoyando la barbilla en una mano mientras me observaba.
—¿Siempre estás tan callado? —preguntó, rompiendo el silencio. Tomó un sorbo de su café, y sus labios se curvaron en una sonrisa cuando notó que lo miraba—. Porque si es así, voy a tener que trabajar duro para sacarte una conversación.
—No tengo mucho que decir —respondí, encogiéndome de hombros. Pero mentía. Tenía demasiado que decir, demasiado que ocultar. Pensé en mi madre, en cómo su ausencia me había enseñado a guardar las palabras, y sentí un nudo en la garganta. Mateo pareció notarlo, porque su expresión se suavizó.
—Todos tenemos algo que decir —dijo, inclinándose hacia mí. Sus dedos rozaron los míos al alcanzar la azucarera, y el contacto fue como una corriente que me recorrió el brazo. No aparté la mano de inmediato, y él tampoco. Por un momento, nuestros ojos se encontraron, y el ruido de la plaza se desvaneció, dejando solo el latido acelerado de mi pecho—. A veces solo necesitas a alguien que escuche.
Tragué saliva, sintiendo un calor que subía por mi cuello. No estaba acostumbrado a esto, a que alguien se interesara tanto, a que sus palabras parecieran buscar algo en mí. Hablamos de cosas triviales al principio —música, libros, el caos de la ciudad—, pero su voz tenía un tono que me envolvía, y cada risa suya hacía que mi guardia bajara un poco más. Me contó que amaba a Natalia Lafourcade, que sus canciones lo acompañaban en las noches de fotografía, y yo confesé, casi sin darme cuenta, que prefería los vinilos viejos de José Alfredo Jiménez, esos que encontraba en tianguis y que me hacían sentir menos solo.
—José Alfredo, ¿eh? —dijo, riendo suavemente—. Eres un romántico escondido, Rafa. Me gusta eso.
Sus palabras me golpearon como un rayo, y por un instante quise corregirlo, decirle que no era romántico, que solo era alguien que sobrevivía. Pero no lo hice. En lugar de eso, lo miré, y noté cómo la luz de las farolas empezaba a encenderse, reflejándose en sus ojos como pequeñas estrellas. Había algo en su sonrisa, en la forma en que se inclinaba hacia mí, que me hacía querer quedarme más tiempo, aunque mi mente gritara que era peligroso.
Cuando terminamos el café, el cielo ya estaba teñido de un azul profundo, y las primeras estrellas comenzaban a aparecer. Me levanté para irme, pero Mateo me detuvo con una mano en mi brazo, su toque firme pero gentil.
—Gracias por esto —dijo, su voz baja y sincera—. No todos me dan una oportunidad. Espero que no sea la última.
Asentí, incapaz de responder, y me alejé con el corazón latiendo demasiado fuerte. Mientras caminaba de regreso a la librería, sentí su mirada en mi espalda, y por primera vez en mucho tiempo, me pregunté si las estrellas que veía sobre mí podrían algún día reflejar algo más que mi soledad. Pensé en sus dedos rozando los míos, en su risa que aún resonaba en mis oídos, y supe que, aunque lo negara, una parte de mí quería volver a encontrarlo.
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