La mañana amaneció con un cielo gris sobre Ciudad de México, las nubes pesadas amenazando con descargar una lluvia que aún no llegaba. El aire estaba cargado de humedad, y el bullicio de las calles parecía amortiguado, como si la ciudad contuviera el aliento. Caminaba por la Roma-Condesa con mi cámara en la mano, el cuero de mi chamarra crujiendo con cada paso mientras buscaba inspiración para mi próximo proyecto. Los murales coloridos en las paredes, los puestos de flores que perfumaban las esquinas y el sonido distante de un radio tocando cumbia me envolvían, pero mi mente no estaba del todo en las fotos. Estaba en Rafa, en la forma en que sus dedos habían temblado al rozar los míos en la cafetería, en cómo sus ojos se habían abierto con sorpresa cuando le sonreí.
Desde nuestro encuentro en la plaza de Coyoacán, no podía sacármelo de la cabeza. Había algo en su silencio, en esa manera reservada de moverse, que me atraía como una polilla a la luz. Quería romper esa barrera que él había construido, descubrir qué había detrás de esos lentes y esa sudadera holgada. Y aunque mi familia me presionaba constantemente para dejar la fotografía y buscar un "trabajo de verdad" —las palabras de mi padre todavía resonaban como un eco amargo: "Esto no te va a dar de comer, Mateo"—, Rafa se había convertido en una razón para seguir adelante, un motivo para capturar la belleza que encontraba en las calles y, tal vez, en él.
Decidí invitarlo a salir. No fue fácil convencerlo; un mensaje torpe por WhatsApp —"¿Te animas a ver la Roma conmigo? Necesito un asistente para fotos" — me tuvo esperando una hora antes de que respondiera con un simple "Está bien". Pero era un comienzo. Nos citamos cerca del Parque México, y cuando lo vi llegar, con su chamarra negra y los auriculares colgando del cuello, sentí un nudo en el estómago. Llevaba el cabello un poco más despeinado que de costumbre, y el sol que se filtraba entre las nubes iluminaba su rostro de una manera que me hizo querer tomar una foto al instante.
—Llegaste —dije, intentando sonar casual, aunque mi voz traicionó un entusiasmo que no pude ocultar. Le sonreí, y noté cómo sus mejillas se tiñeron de un rojo leve antes de que apartara la mirada.
—Solo porque prometiste que sería rápido —respondió, ajustándose los lentes con un gesto nervioso. Pero sus ojos se posaron en mi cámara, y supe que había despertado su curiosidad.
—No te preocupes, te prometo que será divertido —dije, guiñándole un ojo. Empecé a caminar, y él me siguió, manteniendo una distancia prudente que me hizo sonreír para mis adentros. Quería acortar ese espacio, sentirlo cerca, pero sabía que debía ir despacio.
Paseamos por las calles de la Roma, deteniéndome para fotografiar un mural de colores vivos que decoraba un edificio, un puesto de tamales que exhalaba vapor aromático, y una pareja de ancianos que se tomaba de la mano en una banca. Rafa observaba en silencio, pero de vez en cuando hacía un comentario, como cuando señaló un grafiti que decía "Amor eterno" y murmuró: "Qué cursi". Su tono seco me hizo reír, y por un momento nuestros ojos se encontraron, y el mundo pareció detenerse.
—¿Cursi? —repetí, acercándome un paso—. Creo que tiene su encanto. Como tú, a veces.
Se quedó callado, y el rubor en sus mejillas se intensificó. Quise alargar ese momento, tocarlo, pero me contuve, dejando que la tensión creciera entre nosotros. Continuamos caminando, y llegamos a una callejuela tranquila donde los árboles formaban un túnel de ramas. Saqué mi cámara y le pedí que posara, solo por diversión. Al principio se negó, cruzando los brazos y frunciendo el ceño, pero con un poco de insistencia —y una sonrisa que no pude evitar— cedió. Se apoyó contra una pared, con las manos en los bolsillos, y miré a través del lente. La luz se filtraba entre las hojas, iluminando su rostro de una manera que me dejó sin aliento. Presioné el disparador, capturando su expresión seria pero con un dejo de vulnerabilidad que me conmovió.
—Eres bueno con eso —dijo, acercándose para ver la foto en la pantalla. Su hombro rozó el mío, y el contacto me envió un calor que se extendió por mi pecho. Nuestros rostros estaban tan cerca que podía sentir su respiración, y por un instante imaginé inclinarme, rozar sus labios con los míos. Pero me contuve, dejando que el deseo se quedará como un susurro en mi mente.
—Solo cuando el modelo es perfecto —respondí, mi voz más baja de lo habitual. Sus ojos se encontraron con los míos, y vi un destello de algo —sorpresa, tal vez interés— antes de que apartara la mirada, nervioso.
Pasamos el resto de la tarde explorando, deteniéndome para tomar fotos mientras él observaba. En un momento, compramos elotes asados de un puesto callejero, y compartimos uno, nuestras manos rozándose al pasar el vaso de plástico con salsa. El sabor picante se mezcló con el calor de su presencia, y me encontré mirándolo más de lo necesario, memorizando la curva de su mandíbula, la forma en que sus labios se movían al hablar. Hablamos de música —le confesé que llevaba una playlist con canciones de Juan Gabriel que me inspiraban—, y él admitió que a veces tarareaba boleros en la librería cuando estaba solo.
—Eres un romántico, ¿verdad? —dije, riendo suavemente. Él negó con la cabeza, pero su sonrisa tímida me dijo lo contrario.
Cuando el cielo empezó a oscurecer y las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer, lo llevé a un café pequeño en la Condesa para refugiarnos. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana, y el sonido de la lluvia contra el cristal llenó el silencio. Pedimos chocolate caliente, y mientras lo tomábamos, nuestras rodillas se rozaron bajo la mesa. No me moví, y él tampoco. La cercanía me hizo imaginar sus manos en las mías, su cuerpo contra el mío, y tuve que tomar un sorbo largo para calmar el calor que subía por mi cuello.
—Gracias por hoy —dijo de repente, mirándome con una intensidad que me sorprendió—. No suelo hacer esto.
—Ni yo —admití, inclinándome un poco hacia él—. Pero contigo, quiero hacerlo más a menudo.
Sus ojos se abrieron ligeramente, y por un momento pensé que se alejaría. Pero en lugar de eso, asintió, y el silencio que siguió fue más cálido, más íntimo. Cuando la lluvia cesó y nos despedimos en la esquina, lo vi caminar bajo las luces de la calle, y supe que cada paso que daba conmigo estaba construyendo algo que no quería perder. Las estrellas que empezaban a asomarse en el cielo parecían reflejar el brillo que comenzaba a encenderse en mi corazón, y mientras guardaba mi cámara, me prometí a mí mismo que encontraría la manera de acercarme más, de hacer que esas estrellas en sus ojos brillaran para mí.
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