— ¡Al fin! ¡Tierra a la vista! — El vigía sobre la cofa del barco se dejó los pulmones a base de regocijantes gritos.
El enorme galeón rompía las intrépidas olas del mar al que los dranovenses conocían por el nombre de Heron Sea. Con fuertes vientos a favor, surcaba las aguas rápidamente, a cientos de metros de la costa.
En lo que Connor Bressler tardó en apoyarse en la borda, el barco retumbó con las órdenes que el bullicioso capitán vociferaba a todo marinero al que veía. Se arriaron las gigantescas velas sinoples con el Dragón Blanco de La Flor de Lis como estandarte y los remeros apaciguaros sus esfuerzos, en aras de reducir la marcha. La ventisca se estrellaba contra el refinado arco compuesto que portaba siempre a su espalda y tironeaba de su capuz.
Contempló con maravilla la inmensidad de los acantilados grisáceos que se extendían de norte a sur, allí donde la piedra caliza marcaba el límite entre el tono añil del cielo y las claras aguas del océano, con una línea blanca horizontal que iba haciéndose más ancha a medida que se acercaban. Tan suaves en perfil y llanas en sus bordes, aquella abrupta descendente había actuado durante siglos como muralla natural contra invasiones venidas de los mares. Atesoró las vistas, aunque le desagradara lo que habitaba más allá. A sus oídos llegó un risueño cántico que le hizo esbozar una sonrisa amplia. Hacia estribor, unos veinte delfines hendían la superficie, dando saltos, como si intentaran competir contra Connor en una carrera de velocidad.
— ¿Connor? — escuchó decir a una voz conocida. — Ni en mil años habría imaginado que os vería sonreír al regresar a la ciudad.
No volvió la vista atrás.
— Ni en un millón de años hubiera imaginado que cometierais una broma tan cruel. Solo pensaba en algo más.
Ser Vyler Maine era de los pocos en la tripulación a los que soportaba, de los pocos caballeros cuyo honor y sentido del deber era genuino. Aunque el de Vyler en ocasiones rozase el fanatismo.
«No puedo decir lo mismo de algunos de los que sirven en vuestra compañía. »
— Algún día — siguió el caballero. —, si llegáis a tener vuestra propia familia, os llevaréis una buena sorpresa al sentiros a gusto dentro de las murallas.
Por mera cortesía, Connor se obligó a despegar la mirada del agua. Se dio la vuelta para dar rienda suelta a una de esas charlas banales que pocas veces habían sido de su interés. Notó a ser Vyler más tranquilo de lo habitual, satisfecho de que su misión estuviera tocando su fin con gran éxito; recostó un brazo en el borde, permitiéndose un suspiro de alivio y dejando atrás el aspecto tenso que había conservado durante meses. A pesar de que rozara apenas los cuarenta y cuatro años de edad, su cabello y barba empezaban ya encanecer, fruto en gran medida, de sus recurrentes arrebatos de estrés y melancolía. Pero sin duda, era uno de los nobles guerreros más diestros que su generación hubiese visto.
En el nivel más alto del castillo de popa, lord Thomas Worthington se hallaba tan deseoso como un gordo en un festín. El viaje de ida y vuelta a través de las inquietas aguas del Heron Sea lo habían hecho sentirse desgraciado durante los cuatro meses que durase la travesía a la costa este de Barmania, al sur de Dranova, y posteriormente, a Vill Eylands, un inmenso archipiélago al otro lado del vasto océano. Tamborileaba la barandilla con sus dedos adornados de joyería, en medio de la amarga impaciencia, al igual que Connor, por despedirse del mar y regresar a su antigua vida.
Un segundo barco, un galeón escolta de cincuenta metros de eslora navegaba rezagado, abordado por el pelotón de arqueros al servicio del Intendente Mayor de Dranova y una fracción de las espadas nobles de la Compañía Caballeresca, que había sido fundada, engrandecida y liderada por cuatro generaciones de Maine.
Connor no era un caballero, ni mucho menos escudero alguno que aspirase al título. Era tan solo un jinete de exploración, al cual ser Vyler acudía con frecuencia como salvaguardia a razón de sus habilidades como centinela y jinete de reconocimiento. La destreza que Connor tenía con el arco y la flecha era sublime, y su puntería casi inhumana, o al menos eso era lo que el caballero le gustaba subrayar a los demás.
Más adelante, cuando ser Vyler se hubo retirado a dar órdenes a su comitiva, una gaviota se posó en el borde de la cubierta, junto a Connor, quien hizo como si recién se percatara de su presencia luego de que el ave agitara sus alas vigorosamente, demandando atención. Connor le tendió un trozo de pan, y le señaló con un gesto de mano que se alejara. El ave respondió al instante, y emprendió el vuelo hacia la costa con la hogaza aún en su pico.
Al norte del puerto, se alineaban centenares de buques enormes, descollantes de los pequeños botes pesqueros que iban atracando y zarpando de los muelles. La dársena se extendía hasta donde la vista alcanzaba a ver, albergando a docenas de esbeltas galeras de guerra de madera oscura con sus gigantescas velas recogidas. Hacia el sur, el Ámbar de la Reina era el navío que dominaba respecto a todos los demás. Pertenecía a la Familia Real. Aquella extravagante monstruosidad de doscientos remos y más de cien metros de eslora, se encontraba revestida por una fachada de color ámbar amarillento, que la hacía lucir tan llamativa y pulcra que, vista de lejos, daba señales de estar hecha de oro puro.
Lejos de conmoverlo, el panorama del puerto le recordó una ingrata vivencia. Y pronto estuvo demasiado ocupado lamentándose como para prestar notable atención a su entorno. Semanas atrás, poco antes de se hicieran a la mar en Bergljot, el islote más al suroeste de Vill Eylands, algunos tripulantes creyeron ver indicios de nubes de tormenta en el cielo durante el ocaso. Tras esto, el capitán ordenó posponer la puesta en marcha de la embarcación un par de días, acabando así, con las copiosas ansias de Connor de ganar el torneo de tiro con arco, por el que había trabajado desquiciadamente durante un año.
Era el segundo día del torneo, para aquellas alturas, inscribirse escapaba de sus manos. Aquel habría sido su buen año, si hubiera llegado a tiempo. Y como si no fuera ya suficiente desdicha, no pudo evitar recordar su primera participación cuando hubo acabado cuarto; y en tercer lugar un año después. Los mellizos Dareon y Jerome Cadzow, élite de la arquería, habían sido los hombres que se interpusieron entre él y la victoria en su última oportunidad.
Su única esperanza había sido que la inquietud y la obstinación de lord Worthington por volver a casa hiciera acto de presencia, como de costumbre. Sin embargo, hasta los ánimos del Intendente Mayor se vieron aplacados por la amenaza de un diluvio que jamás se manifestó. Era cierto que había chispeado un poco aquella noche nefasta, pero nada comparado a una tormenta.
« El condenado cielo estaba despejado », se había repetido hasta la saciedad.
El Ámbar de la Reina descansaba toda su colosal envergadura en tranquilas aguas, contigua a un pequeño cabo rocoso, donde se alzaba un torreón de piedra caliza conocido como la Fortaleza del Vigía, en la que recaían un sinfín de leyendas urbanas. Como en toda edificación antigua de la ciudad. Había quienes se aventuraban a pensar que los muros coronados habían sido erigidos sobre minas de diamante negro lo bastante vastas para equipar tres veces a todo el ejército de Dranova; otros rumoreaban que debajo del agua se extendían estrechos túneles fluviales que desembocaban en las cataratas de una ciudad subterránea, a través de las cuales las hostiles sirenas del mar habían conseguido escapar de la Gran Mortandad.
Pero Connor no les daba el menor crédito. Desde luego que eran historias que hombres ebrios improvisaban en tabernas y que juglares usaban en canciones para esparcirlas por todos los rincones del reino con sus melódicas voces. Según había oído, más de un descerebrado había caído víctima de su propia insensatez y muerto en el intento de conseguir riquezas infinitas y ver a los últimos ejemplares de tan fascinante especie.
Junto a la cofa del barco ambarino, se desplegaba a medias una de sus velas. En esta ocasión, el Dragón Blanco de la Flor de Lis con la cornamenta incipiente de un reno, símbolo de la bandera dranovense, portaba un crucifijo de madera entre las garras de su pata derecha.
Connor soltó un bufido y miró hacia otro lado.
« Lo que faltaba — pensó con amargura. —. Desde hace cuatrocientos años que los últimos viven confinados en Black Mountains, lejos de cualquiera de vosotros. Y ahora me vienen con esta mierda carente de sentido. Como si pudierais convertir a un animal también al cristianismo, imbéciles ». Tenía la impresión de que la Iglesia en los últimos tiempos se había mostrado más insistente e intrusiva, hasta el punto de buscar implantar un nuevo estandarte para las próximas generaciones.
Al atracar, todo el bullicio de cubierta quedó velado bajo una oleada de gritos provenientes del atestado puerto. Gente de muy diversa procedencia recalaba en aquel lugar. Los marineros de galeras mercantes se ocupaban en el trasiego de grandes cantidades de productos, trabajando a pesar de las festividades. Y mezclados entre la multitud, se encontraba más de un noble que arribaba a la Capital desde muy lejos para deleitarse con el Festival del Otoño, y tal vez presenciar las tan afamadas justas de caballeros y torneos de espadas. Todos ellos campantes con su cuantiosa escolta personal, más para distinguirse entre la muchedumbre que para protegerse de un riesgo improbable en la ciudad más segura de aquel lado del mundo.
La plancha del galeón cayó al muelle, y con ello cuatro caballeros acorazados con regias armaduras, apretaron el paso para seguir de cerca a lord Thomas. El soberbio y arrugado hombre vestía con una túnica de seda negra, con hilillos de plata que formaban una pequeña filigrana de un ruiseñor sobre su pecho.
— Y ahí va — comentó uno de los marineros, dejando escapar un suspiro de contento. —. Al fin, lord Tiquis Miquis fuera de mi vista.
Tales habían sido sus manías que gran parte de la tripulación lo tuvo en baja estima rápidamente. Aunque se mostraban reverenciales cerca de él, dado su altísimo puesto en la Corte de Su Majestad. Era un sujeto soberbio, caprichoso, insufrible y un obsesivo de la pulcritud, según dejó ver en numerosas ocasiones. Sin mencionar sus constantes berrinches ante los escasos modales de la «barbarie» de Vill Eylands.
Ser Vyler, en su tan recurrente derroche de educación, con un gesto amable les indicó a las jóvenes sirvientas del Intendente Mayor que bajaran primero del barco. Las normas de caballería eran claras, y al menos él lo tenía presente. Pero no podía decir lo mismo de algunos hombres en su compañía de escoltas. Además de brindar protección a las damas y a quién no pudieran defenderse, el título conllevaba un cumplimiento absoluto de preservar el triunfo de la justicia, de jurar amor a la tierra natal y proteger los ideales de la Iglesia, incluso a riesgo de perder la vida. Según la teoría.
En los muelles abundaba el olor a pescado crudo y el griterío de la gente. Se encaminaban hacia una playa de arena blanca, donde las tablas de madera, los tenderetes y los hogares de los pescadores se dispersaban hasta los gigantescos acantilados de caliza sobre los que yacía la ciudad. Y al cabo de unos minutos, se encontraron remontando un sendero adoquinado y cincelado a través de la roca.
La sagacidad con la que Connor habituaba ver al mundo le permitió darse cuenta de que ser Vyler marchaba a paso vivo frente a la escolta, tanto como su pesada armadura de placas se lo permitía. Lo atribuyó a un anhelo desmesurado por rencontrarse con sus seres queridos.
Cuando hubieron llegado a la cima de los acantilados, los recibió un pequeño campo de hierbas. Más allá, una carretera flanqueada por árboles frondosos señalaba la ruta hacia la ciudad. Y en medio de esta, una docena de soldados parecía aguardar firmes a la comitiva. Cada uno sujetaba por las riendas a un caballo, y detrás de todos ellos se encontraba una carroza verde con estrafalarios ornamentos en oro, ligada a dos corceles de color blanco. No podía tratarse de otra cosa más que el refinado transporte de un cortesano.
Uno de los caballos se hallaba agitado, aquel que deslumbraba entre todos los pardos y canos por su llamativo color crema y gualdrapa a cuadros. De desasosiego, el animal se encabritó en un brusco intento por zafarse de la sujeción del guardia. Éste último se estremeció, y hacia el final, perdió el control, soltando el dogal. Y una vez emancipado, el imponente corcel bayo avanzó al trote, mientras el soldado corría detrás para intentar detenerlo.
Connor se alejó, echándose a un costado, para hacer espacio entre él y el séquito de veinte hombres armados.
— ¡Wyke!
El caballo correteó un momento, y luego se detuvo, tan inseguro como ansioso. Pero echó a andar en pos de Connor ni bien lo divisó a lo lejos. Él lo recibió con los brazos abiertos y una gran sonrisa desbordante de alegría. Y rápidamente le insistió al Guardia de la Ciudad que renunciara a sus intenciones de apresarlo. Wyke relinchaba y resoplaba, despilfarrando a simple vista una euforia no propia de un animal corriente. Levantaba las pezuñas delanteras, dando pequeños saltos, como si se le fuera a echar encima en cualquier momento. Connor le palpó el cuello y le susurró unas palabras para calmarlo.
Aquel corcel magnifico de cresta amarillenta solo podía pertenecer a un caballero adinerado. Ser Vyler Maine se limitó a quedarse viendo como su caballo, al que había criado y entrenado desde hacía años, se complacía nada más por la presencia de Connor.
— Suerte para vos que no quisisteis apostar esta vez. — le expresó entre risas al caballero, cuando este se acercó.
— ¿Apostar? No es algo muy sensato cuando sabes que llevas las de perder.
— ¿Cómo has estado, mi buen Wyke? — Le rascó las orejas, y el animal respondió con un agitado resoplido.
En breves, lord Thomas Worthington y su dúo de criadas se apresuraban a subir al señorial carruaje, mientras el resto de los soldados de la Guardia de la Ciudad cedían las monturas a los caballeros.
— No os lamentéis demasiado por lo del torneo — dijo ser Vyler dándole unas palmaditas en la espalda y recordándole de pronto su desdicha. —. No es para tanto. Ya habrá tiempo.
« No es para tanto dice — Dejó escapar una mueca de fastidio, cuando el caballero le dio la espalda y puso un pie en el estribo para cabalgar. —. Patrañas. Vuestro tiempo, ambición y trabajo no fue el malgastado. »
— Hijo — advirtió ser Vyler, cuando Connor ya se iba sin despedirse. — ¿Seguro que no olvidáis algo?
Volvió sobre sus pasos, sin demostrar emoción, aunque por dentro estaba harto.
— Ya.
— Son las reglas. Solo eso. — aclaró con voz amable.
Y el patán de ser Louis Greathouse le tendió una mano, para que Connor le entregara la espada en su cinto y el carcaj repleto de flechas.
— Si hubieras aceptado servir como escudero, tendrías ahora el privilegio. — musitó el chico, disfrutando el momento. Nunca perdía la oportunidad de recordárselo.
Y Connor esperaba que fuera la última vez que viera su rostro.
— No penséis en faltar — apuntó ser Vyler con un tono a medio camino entre la severidad y la gentileza. —. No las hagáis esperar más. No se lo toman muy bien.
— No pensaría en hacerlo — Mimó una vez más al caballo. —. Ya os lo he prometido.
El caballero que alguna vez hubo sido su protector asintió segundos antes de espolear a Wyke y ponerlo al paso. Y sin más, se marchó junto a la escolta hacia el Baluarte del Rey.
Se le escapó un suspiro, cuando por fin lo dejaron solo.
«Tres días de este sitio del demonio, y luego me iré a los bosques»
Las leyes dictaban que solo a los soldados en servicio, a los caballeros y a un grupo selecto de otros nobles se les permitía portar armas en la ciudad. Pero al menos ser Vyler había conseguido un permiso que le facilitaba quedarse con el arco compuesto durante los días en los que descansaba de su oficio como jinete de exploración. Arco compuesto que había sido su regalo.
No era más que un hombre de la caballería, miembro de una división que se había centrado durante siglos en recorrer Dranova, desde sus valles agrestes, pasando por densos bosques, hasta montañas repletas de peligros, trazando mapas de expedición, y en ocasiones, indagando el paradero de algún objeto de interés. Minas de oro, plata, hierro y carbón, terrenos fértiles para cultivar y una infinidad de otras menudencias a comparación a su verdadero propósito. Aquello a lo que era destinado la mayor parte del esfuerzo y recursos de la Caballería de Exploración eran la búsqueda de alguna Santa Reliquia, el paradero de la legión guerrera que se hacían llamar la Horda de las Bestias, y por supuesto, todo rastro fortuito de una Bestia errante o Bestia confinada a la prisión de sus runas.
«Si hubieras aceptado servir como escudero, tendrías ahora el privilegio»
No tenía porqué dirigirse al Rey bajo ninguna circunstancia. Había elegido permanecer como plebeyo años atrás.
Solo quedaba descansar después de cuatro meses de viaje a tierras extranjeras. La reunión familiar por la que Vyler había estado insistiendo casi con rigor era lo único de lo que tenía que preocuparse. Y la razón perfecta para no dar por desperdiciado el día.
Lady Elizabeth Maine, aquella bondadosa mujer, lo había acogido bajo su manto cuando tenía diez años; amorosa y altruista como solo una madre. Durante las noches más mustias y ociosas, Connor había intentado sin mucho éxito recordar el rostro de la mujer que lo había traído al mundo, pero la imagen de Elizabeth era la que siempre acudía a su mente. Y Grace, la más pequeña de la familia Maine, había sido bautizada en memoria de la difunta madre de Connor, quien falleciera en una expedición en compañía de su verdadero padre.
Y en lo que a Vyler respectaba, había servido como un tutor inmejorable para el aquel entonces niño llorón y asustadizo. Lo hubo instruido como uno de su sangre, educándolo como un noble, y como un caballero en el arte de la espada y la equitación.
Sin embargo, ni el grato recuerdo de los Maine logró aplacar su desdicha. Era un arquero realmente talentoso y durante meses había trabajado desde el amanacer hasta el poniente. Era casi una injusticia que no pudiera participar en el torneo.
Hasta sus oídos acabó llegando el bullicio incesante que le daba vida a la ciudad durante las festividades. De tal manera que se aventuró a ellas como único pasatiempo a sus desgracias. El olor a sal que emanaba del océano desapareció, eclipsado por una infinita gama de aromas diferentes, tan pronto como se adentró en el ajetreado desorden de la ciudad. Algunos de ellos dulces como los que desprendía el pan de fruta recién hecho; y otros no muy agradables. Pronto se abrió paso una inmensidad de edificios de madera, piedra y tejados de pizarra que se esparcían en todas direcciones. La gente cantaba, bailaba, tocaba música o simplemente gritaba para hacerse escuchar por encima del ruido. Los niños correteaban y los borrachos bebían ron y cerveza hasta vomitar en las calles. Cada uno disfrutaba de las fiestas a su manera.
Connor, por primera vez en mucho tiempo, dejó de lado su amargura y las recurrentes miradas despectivas. Le costó mucho trabajo admitirlo, pero la impetuosa jovialidad de los ciudadanos había logrado sacarle una sonrisa. Aquella no era la ciudad a la que estaba acostumbrado. Saltaba a la vista que el Festival del Otoño constituía una loada fuente de alegrías, fortuna y abundancia para todos; nobles, burgueses, y en especial, el pueblo llano.
Vendedores ambulantes paseaban con sus carromatos llenos de deliciosos manjares a precios ridículamente bajos, mientras las personas comían y bebían a la vera del camino sin la menor moderación. El exceso y los fragores abundaban más que cualquier otra cosa. Las calles anchas estaban flanqueadas por árboles otoñales, y junto a las hojas que se amontonaban en el suelo, se erigía una ristra de tenderetes, casas, graneros, almacenes, posadas, tabernas, y algún que otro burdel clandestino.
Advirtió con sorpresa como en un costado de la carretera, un hombre poco agraciado, doblegado a la ebriedad, asestaba una nalgada tan fuerte a una doncella voluptuosa y distraída que el azote retumbó, opacando todo el ruido durante un instante. A su alrededor, los borrachos gritaron eufóricos, y desbordantes de emoción y alcohol, bañaron de cerveza a tan atrevido héroe.
La injuriada mujer, por el contrario, sin tiempo a costernarse, se retiró la guantilla, y le propinó un puñetazo tanto o más recio, que aquel hombre tambaleante cayó al suelo y mostró una sonrisa dentada por última vez. En breves, pasada la conmoción del momento, los borrachos la aclamaron a ella con alegría, y por algún motivo, la empaparon con sus bebidas en señal de adoración.
Una manzana más adelante, un hombre lanzó una bocana de comida por los aires a otro que le había ofendido, y este último respondió de igual manera. Y de pronto, Connor casi se vio atrapado en medio de una pelea de comida entre docenas de personas. Los pasteles, la carne, la cerveza y el estofado volaron cual saetas en batalla.
A causa del anárquico entusiasmo que se apoderaba de cada corazón durante las festividades de otoño, la Guardia de la Ciudad se las apañaba reforzando sus números, para que así cundiese el orden y la concordia. Parejas de soldados recorrían las calles sobre sus corceles portando sus distintivas armaduras de cota de malla bajo sobrevestas de color verde y blanco nieve. Y pese a esto, nada pudieron hacer estos hombres para atemperar los ánimos de los ciudadanos que se reñían con tartazos y bebidas.
Connor había logrado salir ileso a duras penas de la escaramuza, y caminaba ya lejos de allí. En un cruce de calles más allá, se originó otra pelea de comida. Fue así como al acercarse concienzudamente, divisó a un anciano de ceño fruncido que avanzaba en dirección contraria, repleto de empanada y guiso de pollo. Había sido una víctima más de aquel descontrol.
— Esto en mis tiempos no pasaba. — le escuchó decir con voz de cascarrabias al pasar a su lado.
Un encantador y no tan sano caos reinaba en la Capital.
A paso rápido, consiguió cruzar una decena de cuadras, donde cada callejón era un derroche de festines, bebidas, música, bulla y un vicio aún mayor. Más temprano que tarde, se encontró a sus pies el inmenso Camino del Este. La calle se extendía recta como una flecha hasta el horizonte, con sus adoquines blancuzcos desgastados y una anchura tal que treinta jinetes podrían cabalgar codo a codo de manera sencilla. La ciudad era atravesada por una calzada cruciforme rigurosamente construida, en la cual cada uno de los caminos principales respondía al punto cardinal al que apuntaba. Y todas ellas convergían en el corazón de la ciudad: el colosal bastión de la Familia Real Liongborth.
Al cabo de un rato, pese a la distancia, le llegó un estrépito más grande que el de las callejuelas que había dejado atrás. Resonaba de jolgorio como miles de voces apiñadas en un mismo lugar. Provenía del coliseo, donde se llevaba a cabo el segundo evento más aclamado de las festividades, el torneo de espadas, solo superado por las justas de caballeros. Aquella gigantesca obra de arquitectura erigida en piedra blanca tenía una altura mayor a diez pisos, y descollaba del resto de edificios aledaños, imponente y formidable por su inmensa envergadura. La cornisa resaltaba en el punto culminante de tan majestuosa edificación revestida por azulejos brillantes, y de ella caían, a la vez que ondeaban al viento, decenas de banderas verticales con el emblema de Dranova sobre el blanco níveo y verde esmeralda de sus colores.
Resultaba una parada obligatoria. Y, a decir verdad, cualquier sitio para pasar el rato era mejor opción que los campos de tiro con arco.
Poco después, se encontró pasando debajo de los grandes arcos de piedra caliza que procuraban la bienvenida al enorme coliseo. Más allá, yacían amplios pasillos flanqueados por estatuas en mármol y bronce. El sitio estaba a rebosar de gente, tanto que el simple hecho de ingresar resultó en una tarea lenta y engorrosa. Y hacia el final, una agitada muchedumbre se arremolinaba ante las escaleras empinadas que daban hacia las tribunas, mientras vendedores ambulantes luchaban a punta de gritos y agarrones para que comprasen sus mercancías.
Una cortina de luz se desvaneció ante sus ojos y Connor salió por fin a cielo abierto. Ya en las gradas, fue entonces cuando se percató del son de las siete trompetas y los tambores que rompían como el estruendo de muchas aguas. Una nube espesa de aclamaciones, abucheos y silbidos se mantenía suspendida en el aire. El coliseo se encontraba apenas a su media capacidad. No quería imaginar cómo hubiese sido el trayecto de encontrarse en instancias finales. Y llegó justo a tiempo para observar los últimos segundos de una batalla campal entre diez combatientes.
El próximo combate se dispuso a comenzar, y de un oscuro túnel que daba hacia el campo de hierba seca salieron otros diez competidores dispuestos a alzarse con la victoria en la segunda ronda de preliminares. El público parecía muy entusiasmado por aquellos inexpertos combatientes.
— Mira a esa chica — señaló un desconocido sentado a su lado. — ¿Participando en un torneo como este? No debe estar bien de la cabeza.
Connor lo analizó de cabo a rabo, receloso. No se había percatado de la presencia de aquel extraño sujeto. Lucía largos y holgados ropajes llamativos de diferentes colores. Vestía de una manera extravagante pero sencilla. Tenía las uñas largas y la barba desaliñada. Y luego de echarse discretamente hacia un lado, para crear más espacio entre los dos, Connor enfocó su mirada en el combate que estaba a punto de iniciar. Los diez contrincantes se dividían formando un círculo sobre la arena y una veintena de pasos los separaban de sus rivales más cercanos. Los evaluó a cada uno, hasta que sus ojos se posaron sobre la mujer a la que se refería el desconocido.
Un halcón pasó volando sobre su cabeza, y acabó posándose sobre el balaustre de madera al borde de la arena.
Connor, la observó concienzudamente durante unos segundos.
En el punto más alejado del campo se encontraba la única mujer entre los combatientes. Era una doncella de aspecto severo, pero terriblemente regia, tanto que consiguió dejarlo atónito de un solo vistazo. Su cabello espeso, fuera de todo lo ordinario, presumía de un matiz rubio, casi dorado, con delgados mechones de color níveo repartidos por sus rizos, y lo llevaba trenzado en las sienes.
Se oscurecía los parpados con kohl, una especie de contorno negro alrededor de sus cuencas con el que se protegía del sol, y que contrastaba enormemente con sus esplendidos ojos. Connor se quedó prendado de admiración por sus irises grisáceos y por su belleza avasalladora. Si aguzaba la vista podía verla fruncir el ceño y lanzar miradas desafiantes a todo aquel que la observara dentro del terreno. Sus gestos no mostraban el menor ápice de nerviosismo, sumisión o agrado.
No vestía con peto ni casco, tan solo una espada y un escudo de madera maciza. Se ataviaba con una saya azul que le llegaba hasta medio muslo, pantalones de lino y botas altas; una indumentaria que no brindaba protección ante ningún ataque, a diferencia de sus oponentes, los cuales portaban armaduras de cota de malla o cuero endurecido. Las reglas del torneo dictaban que los combatientes debían costearse su propio equipamiento, por lo que cada persona participaba con lo que tenía.
Las reglas de las preliminares eran simples:
» Diez combatientes en la misma arena, todos contra todos al unísono. Los dos últimos en pie avanzaban a la siguiente ronda y el resto quedaba eliminado.
» El único equipo suministrado por los organizadores eran las espadas: armas cruciformes sin filo ni ornamento superfluo.
» Los golpes en partes nobles estaban prohibidos. Y un participante se consideraba eliminado, cuando se dejaba posar la espada del rival sobre un hombro, cuando caía inconsciente, o simplemente cuando anunciaba a voces su rendición.
Morir en combate era algo que se consideraba improbable, aunque las malas lenguas contaban que, en los más de setenta años de festivales, la competición se veía siempre manchada con la sangre de moribundos y cadáveres, más o menos, cada lustro.
— He presenciado más torneos de los que pueda contar — siguió diciendo el extraño tras una risita amanerada. — y jamás en mi vida había visto algo como esto.
— Es la segunda ronda de las preliminares — le indicó Connor mirándolo de soslayo. —. Si está aquí es porque ya habrá conseguido salir ilesa de la primera fase.
— Un hombre que golpea a una mujer no puede ser considerado como un verdadero hombre — Se escudriñó con fuerza su tupida barba oscura. —. Quizás decidieron no pelear en pro de no mancillar su honor.
Sin previo aviso, el cuerno retumbó en el atizado paraje, dando inicio al combate. En un abrir y cerrar de ojos, el festín de espadas yació sobre la liza. Pero incluso antes de que el estallido de euforia que nació como respuesta opacara el resonar del cuerno, la rubia nívea corrió hacia su rival más cercano en una explosión de velocidad. Con un ímpetu tremendo, impropio de una mujer de su complexión, comenzó a asestar estocadas a diestra y siniestra a un oponente que no hacía más que mantenerse con la guardia en alto, haciendo uso excesivo de su escudo.
El choque de las espadas rugía en todo el coliseo como un canto del acero contra el hierro, del acero contra la madera. Y el ferviente clamor que emanaba del público se ofrecía como acompañamiento.
Una y otra vez, la mujer atacaba con suma rapidez y fuerza, mientras su rival retrocedía, metro tras metro, en un desesperado intento por crear espacio entre ambos, colosalmente superado. Y al cabo de muchos esfuerzos, el hombre consiguió lo que pretendía. Tras escudarse de un ataque más, dio un salto hacia un lado y buscó aprovechar una oportunidad. Sin embargo, toda improvisada táctica se vio socavada antes de nacer, cuando la feroz doncella lo abatió con abismal violencia, embistiéndolo con su escudo de madera endurecida. El soldado de armadura de láminas trastabilló, perdiendo el equilibrio. Y a continuación, la rubia nívea le sostuvo el acero sobre el cuello desprotegido. La batalla había terminado para él.
El sonido ronco y sostenido del cuerno inundó el estadio, anunciando su inmediata eliminación. Fue en aquel preciso momento en el que el prejuicioso sujeto al lado de Connor se retorció de vergüenza.
— ¡Atenea! — creyó escuchar en las aclamaciones de algunas voces del público.
Sobre el campo, permanecían aún siete competidores que luchaban para afianzarse con la tan ansiada gloria.
Dos hombres con armadura de cuero curtido se batían en duelo en mitad de la arena. Ambos habían estado combatiendo reñidamente desde el principio, y ninguno de los dos parecía poseer una clara ventaja respecto al otro. Estocada tras bloqueo y esquive tras colisión de espadas, su pelea parecía no tener fin. Uno de ellos era delgado, un tanto escuálido, rápido y con buenos reflejos. En cambio, su oponente era más fornido y hosco, pero sutilmente torpe en sus ataques. Los peleadores esgrimían con poca gracia y habilidad, pero sabían bien cómo y cuándo resguardar sus cuerpos. De un segundo a otro, ambos se detuvieron a evaluar la situación. El más raquítico de los dos resultó entonces el más impulsivo, quien sin mucha idea blandió su espada, ambicionando con asestar una estocada culminante.
Lo siguiente que llegó a saber de él fue que volaba por los aires. El atropello que recibió fue tan abrumador que hubiera resultado sencillo para él jurar que se había tratado de la embestida cruel de un caballo. Lo vio tragar un manojo de tierra en su aparatosa caída. Y en tanto el pobre soldado se balanceaba al margen de la inconsciencia, la mujer de soberbia melena forcejeaba en una danza de estocadas con el que antes hubo sido su contrincante.
El público no tardó en alabar, con estruendosos alaridos, tan insólito y salvaje estilo de combate.
— ¡Atenea! — En esta ocasión, el nombre surgió de más gargantas a su entorno entre silbidos, exclamaciones de apoyo y aplausos. — ¡Atenea Pryce! — Entre los seis participantes que quedaban en pie, era ella la que despertaba más pasiones por su belleza y ferocidad.
El hombre fornido le lanzó un tajo a su nueva contendiente. Atenea bien supo contrarrestarlo con otro ataque. Las espadas chocaron, y bajo el sol de la tarde sostuvieron un duelo de fuerzas. El hosco adversario se esforzaba hasta sudar para someterla, y aunque la doncella le devolvía la mirada con una sonrisa, pronto se dejó ver tensa y rechinando los dientes. A mitad de esta lucha, la rubia nívea fue audaz al golpearle la rodilla, con escudo en mano izquierda, y sin dejar de lado la dureza con la que empuñaba su espada. El hombre, afligido, perdió la estabilidad, y Atenea aprovechó el desliz para girar sobre su propio cuerpo y posicionar su acero en la nuca del rival antes de que este reaccionara.
Se anunció su eliminación al momento.
Y sin ganas ni tiempo para descansar, Atenea retrocedió hacia el hombre que había embestido segundos atrás, quien luchaba por levantarse y no había visto más opción que hundir su acero en la tierra para forjarse así un punto de apoyo. Y al final, de nada valieron sus esfuerzos cuando la doncella lanzó lejos de una patada el arma que débilmente sostenía. Atenea, de aspecto pulcro y formidable, observó al derrotado desde las alturas. Sus hermosos rizos dorados flameaban con el viento y relucían a la luz del sol. Ella le colocó la espada cómodamente sobre su hombro, y el otro se dejó caer al suelo de espaldas.
Con tan solo tres adversarios en combate, fue en búsqueda de su siguiente víctima. ¿Cómo podía una mujer de sus delicados rasgos ser tan resuelta en la batalla?
Al otro lado de la arena, un hombre mayor envuelto por cota de malla hasta los dientes combatía contra dos roñosos guerreros de cuero curtido. Ambos hombres hacían caso omiso el uno del otro. Obsesionados, atacaban desde ambos costados a su único objetivo. El soldado de cota se las había apañado bien durante todo el combate. Se movía rápido y preciso para su edad. Se escudaba de uno a la vez que arrojaba ataques fugases a su compañero. Era zurdo, por lo que cambiaba el juego drásticamente. En medio de un vaivén de espadazos, Connor se percató de que aquellos dos hombres curtidos compartían el mismo desdichado rostro marcado por la viruela. No le costó demasiado imaginar que podía tratarse de unos gemelos que habían hecho causa común, cosa que estaba prohibido. Pero de los arbitrantes no se escuchó ni se vio nada.
El espadachín encanecido se aferró con mano diestra a su escudo, y arremetió con toda la fuerza que sus cinco o más décadas le permitieron. A la desesperada y haciendo uso repetido de esta técnica, se deshizo de los hermanos, quienes, al caer inconscientes tras los golpes críticos, ya no solo compartían un rostro idéntico, sino también la misma nariz destrozada y el objeto de las carcajadas de algunos espectadores. Incluso durante el bramar sostenido del cuerno, se escuchó claramente el nombre de «Jerome Callaghan» a gritos entre el público. Un nombre que sonaba familiar a oídos de Connor. Quizás ya era veterano de anteriores torneos.
Cinco personas había entonces sobre el terreno: tres de ellos tendidos en el suelo. Aquel que se encontraba más alejado de la acción, sangraba por un corte razonable en uno de sus brazos. Las espadas no tenían filo, pero al fin y al cabo seguían siendo acero. Un par de médicos lo sacaron a rastras de la arena, con el fin de tratar su herida.
La multitud brindó de pronto un silencio casi sepulcral. Las veinte mil almas sobre las gradas de caliza se encontraban expectantes ante los dos últimos combatientes que aún estaban en pie. Ambos ya clasificados, pero faltaba por descubrir quién lo haría como vencedor absoluto.
Atenea caminaba a paso lento y con la guardia baja. Las decenas de metros que los separaba se fueron acortando a cuentagotas. El soldado de la barba cana, a unas pocas zancadas de distancia, se preparó para recibir el ataque, no sin antes reverenciar a su rival con un gesto de cabeza. Ella hizo lo propio. No había parado en todo momento de fruncir el ceño. Sus gestos ávidos y severos y su mirada gélida le recordaban a Connor a un lobo hambriento en plena cacería. Mirada que les resultaría amenazadora a muchos, pero al parecer, no al experimentado soldado al que plantaba cara.
El clamor popular fue resurgiendo después de un gran mutismo, haciéndose de una algarabía cada vez mayor que avivaba las ganas de combate de cualquiera que las hubiese perdido.
Por sobre un hombro caían, sedosos y limpios, un par de rizos despeinados de su dorada y blanca melena, que se agitaron y parecieron quedar atrás en el instante que emprendió la carrera. El primer asalto resultó en un golpe seco al escudo de su adversario, cuando blandió su espada en el aire con un salto.
El hombre lo resistió, y se repuso rápidamente. En seguida, lanzó un tajo con una trayectoria paralela al suelo que Atenea eludió agachándose; la hoja del metal desgastado únicamente cortó el aire. Y sin dar lugar a una respuesta, el soldado cargó de nuevo contra Atenea, esta vez lanzando estocadas sin mesura, desde todas las direcciones que entendía. Una, dos, tres, cuatro veces hasta convertirse en una ristra de incontables ataques. Ella los evadió todos sin necesidad de emplear la madera maciza o el acero. Se acuclillaba o se movía en torno a su adversario con sobrada audacia, al tiempo que se le escapaba una leve sonrisa con cada esquive. Más de un ataque pasó demasiado cerca de su tez blanca, pero ninguno llegó a acertarle.
Después de una inmensurable cantidad de ataques fallidos, el rostro de Jerome se encontró congestionado por la impotencia. En un último y desesperado esfuerzo por asestar el golpe contundente que le adjudicara la victoria, alzó su espada en el aire con mano aguantada, y descendió al suelo en un arco oblicuo. Un sonido agudo retumbó los oídos momentos después.
La doncella había puesto firme su espada entre ambos. Casi arrodillada, observaba desde abajo a su competidor con una risa entre los dientes. La determinación y la felicidad se batían en duelo para prevalecer sobre la otra en sus radiantes ojos serafines. Sostuvo su escudo con rigidez, y pretendió acertarle un golpe en la rodilla. El hombre mayor se percató de sus intenciones a tiempo, y retiró la pierna lejos de su alcance. Atenea deshizo su sonrisa, y se incorporó en el instante en que erró. Y antes de que su adversario creara espacio entre ambos, comenzó a asestar golpes a su escudo reiteradas veces. Sin ánimos de apaciguarse ni ceder la más mínima oportunidad de réplica. Atenea apretaba y mostraba los dientes tras cada furioso ataque, cada uno más fuerte que el anterior y acompasado por feroces rugidos.
El soldado no podía hacer más que cubrirse y retroceder, aunque su defensa no daba lugar que pudiese ser aprovechado por Atenea. A medida que iba reculando, los pasos casi se convirtieron en zancadas y de su frente comenzaron a caer gotas de sudor como si de un afluente bajo la armadura se tratase. Sus ansias por contraatacar se reflejaban en su rostro. Sin embargo, aquel intenso deseo se vio entumecido, cuando tontamente se desplomó de espaldas al suelo. Tendido e indefenso sobre la hierba y después de haber soltado por accidente su escudo, intentó incorporarse con poca gracia. Pero en breves la punta de acero desgastado se le echó sobre el pecho, amenazando con desgarrar los pequeños anillos de su armadura. Sus esperanzas se habían desplomado junto a él.
El hombre de las cinco o más décadas soltó un suspiro desalentador, y dejó caer su cabeza sobre el terreno mientras se lamentaba. Había caído en la trampa. Uno de los cuerpos inconscientes de los gemelos yacía bajo sus piernas. Atenea lo había llevado hasta allí deliberadamente.
Las ovaciones no se hicieron esperar. La doncella se había afianzado con la victoria y avanzado de ronda por mérito propio.
A diferencia del público que alabó de sobremanera con toda su habitual euforia, Connor se mostró sereno. Unas cuantas palmadas fueron sus únicos ademanes. Por desgracia, el sitio de aquel hombre prejuicioso de extraños atavíos se hallaba vacío. Su rostro apenado habría sido un dulce recuerdo.
Atenea Pryce gentilmente le tendió la mano a su rival, y lo ayudó a levantarse. A Connor los oídos se le estremecieron con el ensordecedor griterío que aclamaba el nombre de aquella hermosa doncella.
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