El aire de la tarde estaba impregnado de un aroma dulce y terroso que llenaba los pulmones con cada respiración. Era el primer fin de semana de octubre, y el mercado de Día de Muertos en el corazón de Ciudad de México se había transformado en un mar de colores y sonidos que vibraban con vida y memoria. Las calles alrededor del Zócalo estaban atestadas de puestos decorados con arcos de flores de cempasúchil, velas parpadeantes y altares improvisados adornados con fotos desvaídas, calaveritas de azúcar y pan de muerto esponjoso. El olor a copal se mezclaba con el dulzor del chocolate caliente y el picante de los tamales de mole que los vendedores ofrecían a gritos. Ana, mi mejor amiga, me había arrastrado hasta aquí con la excusa de que necesitaba "despejarme", pero yo sabía que su verdadero plan era sacarme de la librería y de mi rutina monótona.
—No puedes pasar todo el tiempo entre libros, Rafa —había dicho esa mañana, ajustándose el sombrero de flores que llevaba como parte de su disfraz—. Vamos a disfrutar un poco. Además, el mercado está increíble este año.
No tenía ganas de discutir, así que cedí, poniéndome una chamarra negra y mis auriculares por si necesitaba aislarme del ruido. Pero cuando llegamos, el bullicio me envolvió como una ola, y por un momento me sentí perdido entre la multitud. Las luces de las linternas de papel iluminaban los rostros de la gente, y los niños corrían con máscaras de calavera mientras los mariachis tocaban "La Llorona" a lo lejos. Intenté mantenerme cerca de Ana, pero mi mente estaba en otro lado, atrapada en los recuerdos de mi madre, que solía llevarme a mercados como este cuando era pequeño, antes de que desapareciera de mi vida. El dolor de su ausencia siempre regresaba en estas fechas, como un eco que no podía silenciar.
Estaba mirando un altar con fotos de desconocidos cuando lo vi. Mateo, de pie cerca de un puesto de flores, con su cámara en la mano y esa chamarra de mezclilla que parecía parte de él. Llevaba el cabello un poco despeinado por el viento, y la luz de las velas resaltaba los reflejos dorados en su cabello castaño. Mi corazón dio un vuelco, y maldije en silencio por lo rápido que reaccionaba cada vez que lo veía. Desde nuestro café en la plaza y el paseo por la Roma, no había podido sacármelo de la cabeza. Sus risas, sus roces casuales, la forma en que me miraba como si viera algo que yo no quería mostrar —todo se había quedado grabado en mí como una foto que no podía borrar.
—Rafa, ¿no es ese tu fotógrafo? —dijo Ana, dándome un codazo con una sonrisa traviesa. Intenté negarlo, pero ella ya estaba caminando hacia él, arrastrándome consigo.
—Hola, artista —saludó Ana, y Mateo se giró, su rostro iluminándose con esa sonrisa que me desarmaba. Me miró por encima del hombro de ella, y por un segundo sus ojos se encontraron con los míos, enviándome un calor que subía por mi cuello.
—Vaya, qué sorpresa —dijo, bajando la cámara—. Pensé que solo te encontraría entre libros, Rafa. ¿Qué te trajo al mercado?
—Ana —murmuré, lanzándole una mirada de reproche. Ella se río y se alejó con la excusa de comprar tamales, dejándome solo con él. Sentí un nudo en el estómago, pero no me moví. Mateo se acercó, y el aroma a flores y su colonia barata me envolvió, haciendo que mi pulso se acelerara.
—Te ves diferente fuera de la librería —dijo, su voz baja mientras me miraba de arriba abajo. Sus ojos se detuvieron en mi rostro, y sentí que me desnudaba con esa mirada—. Más... vivo.
—No sé si eso es un cumplido —respondí, intentando sonar seco, pero mi voz tembló ligeramente. Él río, y el sonido me hizo sonreír a pesar de mí mismo.
—Claro que lo es —dijo, levantando la cámara—. ¿Te animas a una foto? El fondo con los altares está perfecto.
Dudé, pero algo en su tono me convenció. Me apoyé contra un poste cercano, cruzando los brazos, y él ajustó el enfoque, murmurando para sí mismo mientras trabajaba. Cuando presionó el disparador, el flash me cegó por un instante, y antes de que pudiera protestar, se acercó para mostrarme la imagen en la pantalla. Ahí estaba yo, con el altar de fondo, y aunque mi expresión era seria, había un brillo en mis ojos que no reconocí.
—Eres un buen modelo —dijo, su aliento rozando mi mejilla mientras se inclinaba hacia mí. Estábamos tan cerca que podía contar las pecas que salpicaban su nariz, y mi corazón latía tan fuerte que temí que lo oyera. Nuestras manos se rozaron cuando tomó mi brazo para guiarme hacia otro puesto, y el contacto me dejó la piel ardiendo.
Caminamos juntos entre los puestos, y me encontró comprando un tamal de rajas. Insistió en compartirlo, y mientras lo partíamos, nuestros dedos se enredaron por un momento. El calor de su piel contra la mía me hizo contener el aliento, y cuando levantó la vista, sus ojos tenían un brillo que me desarmó. Comimos en silencio, pero la cercanía era más elocuente que cualquier palabra. Me ofreció un bocado, sosteniendo el tamal cerca de mi boca, y aunque dudé, acepté, sintiendo el picante en mi lengua y su mirada fija en mí.
—Sabes mejor cuando lo compartes —dijo, y su voz tenía un tono juguetón que me hizo sonrojar. Quise responder algo ingenioso, pero solo logré asentir, guardando el sabor de ese momento como un secreto.
Más tarde, mientras el mercado se llenaba de luces y música, me llevó a un rincón donde un grupo de danzantes tocaba tambores. La energía era hipnótica, y sin darme cuenta, terminé a su lado, nuestros hombros rozándose al ritmo de los tambores. Levantó la cámara para fotografiar a los danzantes, pero en un movimiento rápido, giró el lente hacia mí. El flash me sorprendió, y cuando me quejé, se río, acercándose para susurrar al oído:
—Quería capturar esa chispa en tus ojos. No todos la tienen.
Su aliento cálido contra mi oído me erizó la piel, y por un instante imaginé sus labios rozando mi cuello, sus manos en mi cintura. Sacudí la cabeza para alejar el pensamiento, pero el deseo se quedó allí, latiendo bajo mi piel. La música cesó, y el silencio que siguió fue interrumpido por el anuncio de un desfile de calaveras. Mateo me tomó de la mano, casi sin pensar, y me guió hacia el gentío. Su agarre era firme, y aunque lo solté rápidamente cuando llegamos, el calor de su palma quedó grabado en la mía.
El desfile comenzó, con figuras vestidas de esqueletos danzando bajo las luces. Nos quedamos al margen, y en un momento en que la multitud nos empujó, terminé tropezando contra él. Sus brazos me sostuvieron por instinto, y por un segundo estuvimos cara a cara, sus manos en mi cintura y mi pecho contra el suyo. Sentí su corazón latiendo rápido, o tal vez era el mío, y el mundo se redujo a ese contacto, a la forma en que sus ojos buscaron los míos con una intensidad que me dejó sin aire.
—Ten cuidado —susurró, su voz ronca, y sus dedos se apretaron ligeramente antes de soltarme. Me enderecé, avergonzado, pero el calor de su toque se quedó conmigo mientras el desfile continuaba.
Cuando Ana regresó con un plato de buñuelos, el momento se rompió, pero no pude dejar de mirarlo. Mateo charló con ella, pero sus miradas volvían a mí, y cada vez que nuestros ojos se cruzaban, sentía un nudo en el estómago. Al despedirnos, me dio una flor de cempasúchil que había comprado, colocándola en mi mano con una sonrisa.
—Para que te acuerdes de esta noche —dijo, y su voz tenía un dejo de ternura que me hizo querer quedarme. Caminé de regreso con Ana, con la flor en el bolsillo y el eco de su risa en mi mente. Las estrellas sobre el Zócalo brillaban más esa noche, y por primera vez en mucho tiempo, me pregunté si podían reflejar algo más que mi soledad —tal vez el comienzo de algo que aún no me atrevía a nombrar.
ns216.73.216.146da2