—Yo escojo al joven. Primogénito y arrogante, cual príncipe petulante, a la vez que insolente y repelente, será al que las grandes aventuras siguen y las tediosas penas esquiven —supone tu hermano, cantarín y elocuente como siempre.
Sabes que esa combinación saldrá mal, empero, sin oportunidad de mencionarlo, tu hermana declara:
—Pues yo elijo a la princesa. Siendo aún más moza habrá de conversar con interés, y ser mucho más agradable de labia.
Y antes de poder replicar, terminas con el rey, que con la expresión errática que muestra no puede ser otro que el más aburrido de los tres.
Sueltas un largo suspiro.
«Darles lo mejor. Aceptar lo menor. Es lo que tiene ser el mayor».
—Al alba nos reencontraremos —indicas.
—¿Aquí en esta torre? —pregunta tu hermana.
Asientes con un movimiento. Y en voz alta, comentas pensativo:
—Nunca antes había estado en esta torre…
Aún viviendo en el castillo, nunca habías pisado la negra piedra sobre la que ahora flotas. Aún después de haber explorado todos los lares de la finca en tu juventud, hasta ese momento desconocías su existencia.
—¡Evidente! Es nuestra primera vez aquí —te rebate tu hermana. Y al momento te olvidas de lo que divagabas.
De forma automática, respondes:
—Ciertamente. —Y alzando la cabeza descubres los negros y carentes de expresión rostros de tus hermanos. Las cuencas y orificios nasales ya no están, solo queda la abertura de la boca—. A lo que iba, nos reencontraremos una vez llegue esta noche a su fin. Así será hasta el tercer día a partir de hoy. ¿Claro?
Tu hermana hace un gesto militar.
—Recibido como el agua, mi señor hermano.
Y os separáis. Ella opta por atravesar la pared, y tu hermano por desvanecerse.
Tú te quedas en la torre unos minutos más, contemplando con nostalgia los objetos y todo aquello que ya no puedes sentir.
Tras un rato, te asomas a la ventana carente de cristal y vislumbras en los jardines al príncipe. Solitario y serio parece entrenar con una espada, dando sin ton ni son a un par de troncos dispuestos allí para ser apaleados.
Sin esperarlo, lo ves dejar su tarea y empezar a deslizar la plana hoja por el aire, hacia la nada.
Sonríes al comprender que esa nada es tu hermano, vuelto invisible a los ojos físicos, y decides que ya es hora de buscar tú a tu presa, así que desciendes suavemente por la roca que compone el piso.
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