—Señor mío, señor mío, ¿qué necesidad veis para evadir mi presencia?
El rey anda apresurado por uno de los numerosos corredores del castillo, sobre alfombra de lana pura y envuelto en tejidos de lino y oro.
—¿No te ha sido suficiente la intromisión del ayer para molestarme, espectro?
—Yo no me ofenderé, señor. Podéis decirme ya la verdadera razón de vuestro rehusar.
El rey se detiene. Tú sigues flotando a su lado, a no más de tres palmos de su cara. Antes de hablar intenta alejarte de su espacio personal, pero solo consigue atravesar tu torso y producirte un leve hormigueo.
—No es que posea una razón en concreto, insolente ser. No es que me caigas mal, sombra insidiosa. Es solo que… —Calla ensimismado un rato, como si hubiérale un rayo caído encima—. … Es en verdad ese el fundamento —acaba advirtiendo.
—Ya veo.
—¿Ya ves?
—¡Ya veo! —exclamas entusiasmado.
—¿Qué ves? —El rey suena malhumorado.
—¡Que es vuestro problema y no el mío!
Mientras ríes divertido, el rey se acerca a una pared, enfurecido descuelga un cuadro de su difunta tía Emmeralda, la cual era a lo próximo la más fea del reino, y levantándolo sobre su cabeza, brama:
—¡Que Dios la tenga en su gloria y el Diablo a ti en su horca! —Y utiliza el cuadro cual hacha para cortarte a ti cual tronco.
Si no fuera porque estás muerto, te habría aplastado la cabeza y dejádotela mareada. O tal vez la tela de la pintura hubiérase roto nada más rozar tu coronilla.
Mas igualmente, solo te atraviesa y la inercia hace al rey estrellarse de bruces contra el suelo.
—Oh, señor, veo que adoráis con dicha vuestra querida alfombra de lana. Espero que fuera hecha con cariño y detalle, u os encontraréis por ahí algo desgraciadamente no muy parecido al delicado entramado de hilos.
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